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Columna
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Desempleo

No es que no valore los esfuerzos que realizan, desde hace algunos meses, expertos economistas, políticos, y opinantes de toda clase y condición acerca de la necesidad de reformar el mercado de trabajo, pero confieso que en ocasiones, al escucharles, acude a mi mente aquel acerado diagnóstico sobre la locuacidad ibérica que realizó Azaña: si cada español hablara sólo de lo que entiende, dijo, habría un gran silencio que podríamos aprovechar para el estudio.

Efectivamente, el hecho de que en España la tasa de paro en los momentos más álgidos de expansión económica, se resista a bajar del 8% (el doble, más o menos, que los países de nuestro entorno) nos da una idea de las enormes rigideces estructurales que acumula nuestro mercado de trabajo. Unas rigideces que guardan relación con la reducida movilidad geográfica de los demandantes de empleo, la dualidad de la contratación (temporal e indefinida), la ausencia de flexibilidad interna en el seno de las empresas, o la escasa adecuación de las cualificaciones a los puestos de trabajo disponibles, entre otros factores, y que proporcionan motivos suficientes para que las partes implicadas se sienten a hablar urgentemente de ello. Con, o sin recesión.

Pero aquellos quienes, en medio de la confusión general, identifican, precisamente ahora, las principales causas del desempleo con los altos salarios o con el elevado coste del despido, podrían aprovechar la oportunidad que les brinda la coyuntura para permanecer dignamente en silencio y contribuir así a la solución del problema. Porque, para empezar, el nivel del empleo que cada país alcanza, para una capacidad productiva dada, depende fundamentalmente del grado en que sus bienes y servicios son demandados por el mercado global; y, por tanto, de la competitividad de sus empresas, y no tanto del monto de los salarios o de los costes asociados a la contratación de los trabajadores. Si, en tales condiciones, existe paro, no es porque el salario sea muy alto, sino porque la demanda de los productos es muy baja (lo que suele ocurrir además de manera generalizada cuando aparece una recesión).

Pero es que, además, el coste que para la empresa supone el trabajo incorporado en cada unidad de producto depende, no sólo del salario de los trabajadores, sino del valor añadido que la empresa genere con el concurso de aquellos. De tal modo que ésta podría pagar altos salarios y tener costes laborales significativamente más bajos que otra que, aun pagando salarios menores, obtenga niveles de productividad mucho más reducidos. Es lo que explica, por ejemplo, que los trabajadores alemanes, para una misma actividad, tengan salarios significativamente mayores que los españoles, sin que las empresas que les acogen sean, por esta causa, menos competitivas, ni sus tasas de nacionales de paro, mayores.

Conclusión: si lo que se quiere es reducir las altas tasas de paro en España habrá que discutir del mercado de trabajo. Pero también, y al mismo tiempo, de todo aquello que producimos y de la forma en que lo hacemos. Una cosa sin la otra, créanme, nos llevará inevitablemente a la melancolía.

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