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Reportaje:

Noche de papeles en Pradillo

Decenas de inmigrantes duermen ante el Registro Civil para pedir la nacionalidad - El nuevo edificio no ha aliviado las colas para hacer trámites

María Martín

Hace un par de meses que el bar Baco de la calle de Pradillo adelantó su horario de apertura a las cinco de la mañana. La causa, que a esa hora no hay un alma en la calle, pero ya tiene decenas de clientes. Son los inmigrantes que, diariamente, pasan la noche a las puertas del Registro Civil Único para asegurarse uno de los 148 turnos que se reparten para solicitar la nacionalidad.

La madrugada del pasado miércoles en Pradillo fue dura para las 31 personas que se apretujaban en el suelo. Al frío se unió la lluvia, pero cuando uno tiene que ir a trabajar por la mañana ésta es, sencillamente, la única opción para llegar a tiempo. Macedonia, ecuatoriana y la primera de una fila que a las ocho ya contaba con 105 personas, llegó con su marido Her-mógenes después de cenar; sólo así podrá estar, a las once de la mañana, en la casa donde trabaja como empleada de hogar.

Un bar cercano ha empezado a abrir a las cinco de la mañana
En el edificio principal, la gente se casa con los abrigos puestos

Una treintena de personas más atrás, está Abdul, cubierto hasta los ojos con una enorme chilaba. Este albañil marroquí llegó a las cinco y calcula que hasta la una de la tarde no acabará con las solicitudes de nacionalidad para sus hijos. No andaba muy desencaminado. A las 12.30 aún estaba pegando cabezadas en una sala de espera donde no cabía un alfiler y desde donde la cola sale para atravesar el pasillo y llegar a la escalera.

José María Bento y José María Ferrer, dos de los cinco magistrados encargados del Registro, coinciden en que el creciente fenómeno de la inmigración de la última década -se tramitan 36.000 solicitudes de nacionalidad anuales- ha acabado por colapsar sus instalaciones. "Estamos saturados hasta unos niveles tremendos. Seguimos trabajando los mismos que hace años y seguimos en este edificio impresentable", se queja Bento.

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En el Registro de Pradillo trabajan 200 funcionarios, cinco magistrados, otros cinco secretarios judiciales y tres fiscales. La Comunidad de Madrid, con competencias en personal y medios materiales, recuerda que el año pasado incorporó 32 empleados y creó 14 nuevos puestos de funcionario. Insiste, además, en que "pese a las necesidades evidentes de incremento", el Ministerio de Justicia, del que depende la organización y la dotación de jueces, secretarios y fiscales, lleva sin ampliar el personal desde 1985.

La intención del ministerio, sin embargo, no es ampliar la plantilla sino cambiar de arriba abajo el modelo registral, vigente desde 1957, apoyándose en la digitalización y la desjudicializa-ción. Esto último, según explicó el ministro de Justicia, Francisco Caamaño, el 8 de enero, quiere decir que el Registro pasará a ser un órgano puramente administrativo donde desaparecerá la figura del juez. Los magistrados del Registro están en desacuerdo con el anteproyecto de ley y resumen su postura en un "sí a la modernización, no a la desjudicialización", porque, para ellos, los trámites son lo suficientemente importantes como para que un juez los garantice.

Las instalaciones son otro cantar. El edificio, queja común de funcionarios, jueces y ciudadanos, sufre los desperfectos del tiempo y el incesante tráfico de miles de personas. La incorporación de un inmueble anexo de 3.600 metros cuadrados donde se tramitan las nacionalidades ha aliviado la congestión, pero las salas de espera siguen siendo insuficientes y las colas a lo largo y (poco) ancho de la escalera lo atestiguan.

En el edificio principal no hay calefacción: la gente se casa con los abrigos puestos; los dos ascensores, en los que no cabe un carrito de bebé, se estropean con frecuencia; las máquinas expendedoras de turnos no funcionan: no hay asientos para acoger ni a una cuarta parte del público y un largo etcétera que enfada a todo el que pasa por allí.

"El trabajo diario aquí es muy incómodo, pero, sobre todo, para los ciudadanos que tienen que aguantarlo todo", cuenta un abrigado Ferrer en su despacho, caldeado por un radiador recién comprado. En el suelo, aún le esperan cinco pesados tomos de documentos por firmar; en el sofá, otros cinco ya firmados. "¿Hay solución a todo esto? Sí, un edificio nuevo de 100 metros de largo, pero llevo 30 años aquí y no creo que vaya a verlo. Hay 20.000 tomos pesadísimos en el sótano. Trasladarse es muy complicado", concluye el magistrado. En la sala contigua, un funcionario se queja de las goteras de las últimas lluvias.

Un paseo por el edificio confirma que, a pesar del buen hacer de los funcionarios, la cosa funciona regular. La sala de solicitudes matrimoniales, que tramita unas 10.000 peticiones anuales y cuenta con sólo 12 empleados, es un ejemplo. Más de 50 personas -sólo la mitad puede sentarse- esperan un turno que marca una fila o el grito de alguno de los funcionarios. El consuelo de los que trabajan allí es, por ejemplo, que antes de que se crease la cita previa, en junio del año pasado, era aún peor.

Naya, una joven española es la tercera vez que está aquí. La primera vino para informarse, porque por Internet no se enteraba. La segunda, hace dos meses, para pedir la cita previa; y ésta, para entregar la documentación. Probablemente tenga que volver, porque, como comenta una empleada, "el 80% de los que vienen no traen toda la documentación". Mientras, una sola funcionaria, detrás del mostrador, despacha una fila que, como es habitual, llega a la escalera del pasillo, Ignacio, Alejandro y sus dos futuros testigos se toman con sentido del humor los 40 minutos de retraso de la cita previa que pidieron hace dos meses. "Menos mal que el trato es bueno", dice Ignacio. Aquí es donde la máquina de expedir turnos sólo es un cacharro roto y la paciencia, la madre de la ciencia. "¡Y eso que hoy es un día tranquilo!", advierte el magistrado Bento.

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Sobre la firma

María Martín
Periodista especializada en la cobertura del fenómeno migratorio en España. Empezó su carrera en EL PAÍS como reportera de información local, pasó por El Mundo y se marchó a Brasil. Allí trabajó en la Folha de S. Paulo, fue parte del equipo fundador de la edición en portugués de EL PAÍS y fue corresponsal desde Río de Janeiro.

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