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El conflicto del taxi
Columna
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'Taxi drivers'

He pasado miles de horas metido en taxis, y lo que me queda, siendo yo un ciudadano desprovisto de coche (aunque con buenas piernas). En general, los encuentro acogedores y desde luego muy útiles, siempre que no se haya de cruzar la ciudad de punta a punta en una hora ídem. Ayer no se encontraban con facilidad, debido a la huelga de los taxistas madrileños, por lo que anduve más de la cuenta, pensando, como un pequeño filósofo peripatético, sobre el asunto que les tiene soflamados: el Artículo 21 de la Ley Ómnibus, que parece el título de un thriller con fondo judicial.

He de decir, sin embargo, que el hecho de ser un usuario fiel y constante de este servicio público en manos privadas no me hace un incondicional del mismo. No voy a incurrir aquí en el tópico de la higiene y la inclinación derechista, vía radial, de sus conductores; el olor a tigre humano sigue existiendo a veces en invierno, cuando las ventanillas están cerradas, y la Cope se oye con frecuencia en los trayectos, cosa que a mí, todo hay que decirlo, me produce un efecto agridulce: me horroriza lo que oigo en sus tertulias mientras voy recostado en el asiento de atrás, pero así me entero de que España, la otra España, sigue vociferante y tiene su público, no todo él pegado a un taxímetro. Pero el tópico se ha quedado rancio. Muchos taxistas oyen la SER, van perfectamente aseados o llevan artilugios odorizantes en su vehículo, con un efecto invernadero tropical bastante agradable en estos días de frío polar. Y yo me he encontrado, más de una vez, taxistas, hombres y mujeres, con una cultura, literaria sobre todo, muy por encima de la media. Una vez tuve que señalarle al que me conducía a la terminal 4 de Barajas que, por mucho que se supiera el camino, dejara de leer mientras llevaba el volante. El hombre se extrañó (me había reconocido como novelista al entrar), cerró el libro en el atril que se había instalado ad hoc y me hizo caso, confesándome a continuación que se había leído la obra completa de Dostoievski sólo haciendo el trayecto desde su parada habitual en Sol a la T-4.

No quieren ni oír hablar de reducción de tarifas, que han ido subiendo imparables cada año

La disputada Ley Ómnibus que el Ayuntamiento madrileño quiere aplicar, siguiendo directrices europeas, es, como tantas leyes actuales en nuestro país, una mezcla de ordenancismo severo y liberalidad salvaje. Según su articulado, el Ayuntamiento va a meterse en la camisa de once varas de cómo han de vestir los conductores de taxi, prohibiendo que usen chanclas y pantalones cortos. No a todos los taxistas les sienta bien la ropa deportiva, estamos de acuerdo, pero ahora que hay muchos hijos (y nietos) puestos al volante por la necesidad, sería de hipócritas negar que un escote generoso o unas corvas bien torneadas pueden alegrar la carrera al cliente.

Más adecuada me parece la propuesta de que los taxis no bajen bandera hasta llegar al domicilio que ha solicitado su servicio, así como que acepten el pago con tarjeta de crédito. El taxi en Madrid se ha hecho muy caro, mucho más, por ejemplo, que en Barcelona, que hace pocos años tenía unas tarifas más elevadas que las de aquí. La queja de los taxistas madrileños de que no encuentran clientela y circulan dando vueltas por las calles en busca de ocupación tiene su lado lamentable, pero no estaría mal que sus directivos recapacitasen: a mí me han bajado los sueldos de ciertos trabajos regulares que constituyen mi ganapán habitual, y algunos patronos y comerciantes (no todos, por desgracia) han revisado a la baja los precios de alquileres y productos de primera necesidad mientras dure este periodo de vacas locas enflaquecidas. Nuestros imprescindibles taxistas no quieren ni oír hablar de una reducción de tarifas, que han ido subiendo imparablemente cada año y subirán de nuevo el próximo enero.

He leído unas declaraciones de don José Luis Funes, presidente de la Gremial del Taxi, que me han llenado de sorpresa. Este señor, pese a su apellido, no debe de ser nada memorioso, pues cuando denuncia el descontrol que ve inminente si se aprueba la famosa Ley Ómnibus olvida que no todos, desde luego, pero sí una parte apreciable de los asociados a su gremio estafan, en particular a los extranjeros, con falsos recargos, trayectos engañosos y taxímetros amañados. Si la ley sigue adelante, añadía Funes, "el transporte de vehículos ligeros va a ser como el africano", proliferando "los taxis ilegales, sin franja, sin capilla y sin seguridad ninguna".

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Aclaro primero que la capilla no es nada de rezar, sino el nombre que se da al luminoso que los taxis llevan encima del parabrisas. Y sigo. Soy también un gran usuario del taxi africano, que, en efecto, carece de capilla y de franja y de precio marcado, pero ofrece una flexibilidad horaria, de asiento, de compartimento y de ruta tan estupenda que lo uno se compensa con lo otro. Hay, eso sí, que pactar el precio antes de salir, pero ¿acaso no estamos llegando al momento social en que el regateo y las componendas se imponen si uno quiere sobrevivir en la selva económica que crece y amenaza con estrangularnos?

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