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MI CORAZÓN DELATOR

La esperanza de Dowland

Dowland alquitranándose de la noche bárbara de Dinamarca durante su exilio de músico sin suerte. Al oído de John Dowland un espectro barroco le dice: "Volverás a Inglaterra, John Dowland, y esta vez sí, a tu paso se abrirán las puertas en la corte de la más graciosa de las reinas". Y Dowland escribe, entre deudas, anticipos indispensables y acusaciones de espía, algunas de sus Lachrimae. Siete danzas tristes, las pavanas más amargas que músico alguno ha compuesto ni va a volver a componer. Lachrimae antiquae, Lachrimae antiquae novae, Lachrimae gementes, Lachrimae tristes, Lachrimae coactae, Lachrimae amantis, Lachrimae verae. He aquí el nombre de las siete. En Dinamarca, donde todo príncipe encuentra su fantasma, Dowland ha encontrado la protección del rey Christian IV, un monarca musical, apasionado, burgués, que va a darle a Copenhague la luz ya apagada del Renacimiento. Es un rey barroco de espíritu clásico. Llegará a emplear en su Corte a setenta músicos; repartirá por el mundo al menos veintiséis hijos, y, porque es rey, al morir llamará a la muerte por su nombre de pila. "Döden, döden", fue lo último que dijo.

Pero no es más que polvo que vuela ligero toda esa aflicción que hay en las siete pavanas de Dowland al lado de otra canción suya, un aire, Fluyan mis lágrimas, que ha escrito inspirándose en su Lachrimae antiquae. Cada nota, cada sílaba, de esta canción se alarga como una lágrima que desciende por la cara. Dowland tiene por divisa el título de otra de sus canciones: Semper Dowland, Semper dolens. Siempre Dowland, siempre doliente. ¡Siempre! No hay palabra más barroca. No hay concepto más ilusorio. John Dowland titula con tristeza sus composiciones. Unas se llaman En la oscuridad dejadme morar; otras, Fantasía de la esperanza perdida. Dowland, que había perseguido desde la infancia la noble profesión de la música, vive la mayor parte de su vida con la esperanza permanente de ser laudista de la reina Isabel I. Pero esa corte le rechaza, y entonces viaja por Europa en busca de los mejores músicos. Aprende danzas, colecciona pavanas, oye gallardas, anota alemandas. En París, donde se convierte al catolicismo, porque en Francia todo se reduce a una cuestión de fe (tanto en poesía como en prosa), John Dowland trata a los laudistas más importantes de Europa. Es en la capital francesa donde aprende a componer un nuevo género llamado aire, y algún contemporáneo suyo dirá que el aire es a la música lo que el epigrama a la poesía. Más tarde quiere Dowland llegar a Roma para tratarse con el madrigalista Luca Marenzio (se cree que de una pieza de éste tomó su inspiración para las Lachrimae); pero no va a pasar de la corte de Fernando de Médici, gran duque de Toscana; porque en ella unos católicos ingleses le amedrentan al querer hacérselo suyo. Sus compatriotas papistas le anuncian que en la Santa Sede le espera con los brazos abiertos el sucesor de Pedro para embarcarle en una conspiración contra la vida de la reina Isabel. Le confiesa Dowland este asunto a un amigo, y termina la carta con estas palabras: "Lloré amargamente". Dowland vivirá también en Alemania, donde Durero había plasmado mejor que nadie la melancolía. Pero en el tiempo de Dowland la melancolía deja de ser una mística para convertirse en una ciencia. Es entonces cuando un clérigo de Oxford, de nombre Robert Burton, publica la Anatomía de la melancolía.

John Dowland, que ha querido ser laudista de una reina, va a tener que conformarse con ser laudista de un rey. Ya viejo, destituido de su empleo en la corte de Dinamarca a causa de sus deudas, y cuando en Inglaterra los músicos jóvenes le tildan de anticuado, entre ellos su hijo Robert, y él replica que no hay ni uno de ellos con talento, se crea al fin en la corte un empleo a propósito para Dowland, y así el rey Jacobo I pasa a tener cinco laudistas. Atrás quedan las fatigas de su mujer llamando a las mejores casas de Londres para vender los manuscritos de los cancioneros que él le envía desde Dinamarca. Londres ha conocido en medio siglo tres terremotos y cinco epidemias de peste. Corren por sus calles doce mil mendigos.

A partir de su ingreso en la corte, las noticias de John Dowland llegarán cada vez más escasas. Vive ahora Dowland en Fetter Lane, reducto de los católicos ingleses, una calle en cuyos dos extremos se instalan los patíbulos donde ahorcan y descuartizan a los recusantes papistas. Del éxito de sus cuatro libros de canciones poco se habla. Cuando muere, en 1626, el mundo le olvida hasta que en el siglo XX desempolvan su laúd los pioneros de la música antigua, y algunos modernos como Benjamin Britten.

La música es vanidad dictan los calvinistas de la época de Dowland, pero aún es más vanidosa y ciega la literatura. El mismo año en que Britten compone el Nocturno sobre un tema de Dowland, Op. 70 llega a San Francisco Philip K. Dick. A lo largo de ese año de 1964, Dick ha escrito decenas de cuentos y cuatro novelas, todo de ciencia-ficción. Pero lo que Dick espera es que se le reconozca como un gran autor de alta literatura. Espera escribir la obra que le encumbre hasta Joyce y Proust, al tiempo que vive atrapado de su oficio de escritor de segunda, de las entregas a las revistas y a las editoriales, porque de ahí obtiene sus ingresos. Para escribir durante todo el día, para teclear durante todo el rato, arranca las mañanas con anfetas y frena por las noches con barbitúricos. Y mientras describe antiutopías, cierra los ojos y sueña su propia utopía de éxito literario. Han pasado diez años, y Dick sigue ahí, "en medio de la ciudad, desprovisto de realidad". Ahora está en 1974, pesa cien kilos, ha intentado suicidarse ingiriendo setecientos gramos de bromuro de potasio y acaba de publicar una novela que ha escrito llorando, sin dejar de escuchar una y otra vez el viejo aire de Dowland, y por eso la ha titulado Fluyan mis lágrimas dijo el policía. Es una historia sobre alguien que se queda atrapado en la realidad de otro. Alude a Dowland en sus páginas, y dice que fue el primer hombre que escribió una pieza de música abstracta. Cuando Dick contempla láminas de arte abstracto, cree que el KGB le manipula telepáticamente a través de esas pinturas. Pero también espera escapar de todo eso. Siempre esperando, esperando, esperando. Y cada vez hay menos esperanza.

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