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Columna
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Libros y pantallas

El instante exacto en que la cultura de la palabra cedió su testigo al libro ha quedado cristalizada en una gota de ámbar: se encuentra en las Confesiones de Agustín de Hipona. Promediando el siglo V, el futuro santo es presa del estupor al penetrar en una estancia y sorprender a Ambrosio, obispo de Milán y su mentor y guía, observando en silencio un volumen abierto sobre el atril: un hombre sorbe el sentido del texto sin necesidad de articularlo de viva voz, sin intermedio de un sonido que convierta las palabras en aliento y despierte la música congelada en cada signo. Acababa de producirse un giro radical en la historia de las cosas: la palabra perdía su puesto como vehículo privilegiado del saber, de la certeza, de la duda que acompaña a la certeza y queda velada por ella, del anhelo, del pasado, de los infinitos porvenires que pueden correspondernos; en su lugar, todo ese acervo sería confiado a un aparato polvoriento y frágil, hecho de una materia que se quebraba, ardía, criaba moho con facilidad y del que no cabía esperar excesiva lealtad: el libro. Durante la Antigüedad, cultura oral y cultura escrita convivieron en el ágora y la biblioteca, y el hombre ilustrado se revelaba ante sus semejantes tanto por el dominio del discurso como de la redacción. Pero esa relación nunca fue del todo simétrica; la palabra, el soplo, la herramienta de que, según el evangelista, se sirvió Dios para pergeñar el mundo, poseía una ascendencia palpable sobre su gemela de papel. Los grandes maestros como Buda, Pitágoras, Sócrates o Jesucristo jamás confiaron en el libro y ofrecieron toda su enseñanza al aire; Platón, en un pasaje del Fedro que se ha convertido en clásico, denuesta la literatura porque los volúmenes no replican cuando se les interroga, de modo que leer constituye una pobre caricatura del diálogo semejante a tratar de conversar con una estatua.

Parece obvio que en nuestros días el saber está experimentando una mudanza no menos tormentosa y sorprendente que la que arqueaba las cejas de Agustín: pero si bien podemos invocar su ejemplo a la hora de ilustrar el alba de la cultura del libro, no hay a mano ninguno que nos alumbre sobre su final. Que el papel y el cuero como formatos de difusión literaria se hallan en una crisis de la que sólo cabe esperar su transición hacia la agonía es algo, creo, de lo que ya no dudan ni los más furibundos ecologistas de la bibliofilia. Escribir se ha convertido en un oficio de teclas y no de bolígrafos, tal y como muestra la decadencia del muy cívico arte de la caligrafía; artículos, reseñas, dietarios y enciclopedias se han convertido en objeto habitual de la pantalla de nuestra computadora, y hasta leer el periódico en un sucio pliego que expenden en los quioscos empieza a parecer una conducta exótica y un poco tonta.

Por eso recibo como una muestra de clarividencia la iniciativa emprendida esta misma semana por el Pacto Andaluz por el Libro con el fin de estimular la lectura entre los sectores más jóvenes de la población: ni corta ni perezosa, la Consejería de Cultura anima a descargarse los libros (una parte de los libros, en realidad) y leerlos en el móvil. Sí, ya me parece oír las voces de siempre: pero eso cómo va a ser, hombre, lo mismito partirte la retina contra una pantalla diminuta que gozar de tus páginas sobre las rodillas o la banqueta del baño, el silicio jamás podrá competir contra la pulpa de celulosa, el libro es una idea platónica y como tal eterna, indestructible, inasequible al deterioro y el peligro de extinción. Bueno, veremos. El día menos pensado, una joven se tostará sobre la arena de la playa mientras pulsa los botones de su teléfono bajo los cristales tintados, y resultará que no se comunica con su novio, sino que lee a Nabokov: sin saberlo, ella será nuestro Agustín de Hipona.

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