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Columna
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Islas educativas

En uno de nuestros centros de interpretación de la naturaleza fui a ver, no hace mucho, una exposición sobre el agua, en la que se insistía en su valor y en la necesidad de usarla con cuidado y cabeza. Moviéndonos por el agua. Cada gota cuenta se titulaba la muestra. Acabé de verla y me dirigí hacia la salida, atravesando el parque que rodea el edificio. Cerca de la entrada principal hay una zona con juegos infantiles, además de una fuente de las que tienen un chorro (abundante) que se abre apretando un botón. En la fuente estaba jugando un niño bastante pequeño, pero que tenía la fuerza suficiente para hacer correr el agua; y en el tiempo que tardé en llegar a su altura lo hizo no sé cuantas veces, diez, doce, tal vez más; desperdiciando así un montón litros y no digamos de gotas. Hay que decir que el niño estaba rodeado de gente que le dejaba hacer; y acompañado de alguien que presumiblemente era su padre y que se levantó del banco donde estaba sentado cuando yo me volví hacia el niño para decirle que el agua no había que desperdiciarla. La cosa quedó ahí. El padre no se movió más y yo salí del parque, dándole vueltas en mi cabeza a la imagen de esa agua gastada inútilmente, bajo el subtítulo luminoso de "cada gota cuenta". Una ironía poco risible y desde luego nada reconfortante.

Si he contado esta anécdota con detalle es porque creo que contiene elementos que pueden servir para abordar el tema -prioritario y urgente donde los haya- de la transmisión de valores a nuestros jóvenes. El primero tiene que ver con el sentido de la propia exposición, y de otros esfuerzos didácticos parecidos. ¿Sirven realmente para algo; tienen realmente capacidad para sembrar pedagogías sostenibles, es decir, para corregir los insostenibles contraejemplos de la realidad? ¿No convendría más, en lugar de multiplicar esas iniciativas de efecto relativo y/o incierto, concentrarse en dividir las que sí contagian conductas poco o nada civilizadas? El segundo elemento es el de la no intervención de los adultos. Ya (casi) nadie les dice nada a los chavales cuando hunden los zapatos en el asiento de enfrente, o llenan de cáscaras y envoltorios el suelo, o surfean en bicicleta por las aceras, o peor.

Y entonces lo que hay que preguntarse es cómo vamos a ponerle remedio, por ejemplo, al diagnóstico que de la juventud nos presentan los sucesivos informes del Ararteko (y que es sin duda el de una enfermedad social); cómo vamos a darle la vuelta a esa extensión en los jóvenes del apoyo a la violencia, el sexismo o la xenofobia, si todo se lo dejamos a la familia y a la escuela; si la escuela y la familia son islas (a veces desiertas), rodeadas de un océano de contraejemplos que llegan poderosos y sin freno desde la Red, la tele o la vida misma; y rodeadas de un mar de no intervención por parte de unos adultos que, distraídos, inhibidos o indiferentes, dejan que cualquier cosa pase ante sus ojos, como si no pasara nada.

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