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Columna
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Insostenibles

Hace más de 20 años que una comisión de Naciones Unidas acuñó el concepto de desarrollo sostenible, un feliz hallazgo para no perturbar el quehacer de los más conspicuos depredadores. La coartada consistía en satisfacer las necesidades de las generaciones presentes sin comprometer las posibilidades de las futuras para atender sus propias necesidades. Está por ver que las generaciones de pasado mañana vayan a tener mucho futuro, al ritmo que se devasta el presente, pero es justo reconocer que aquel mensaje que proyectaba los parámetros del bienestar sobre una dosificada combinación de recursos ambientales, modelo económico y organización social, hizo fortuna. Tanta, que sólo en ámbitos científicos, que es donde se verifican y se validan o no las hipótesis, quedó al descubierto una falacia que los medios de información y propaganda se encargan de que no trascienda en exceso. Sobre todo allí donde persisten los peores hábitos de producción y consumo desde que el mono bajó del árbol y aprendió a decir producto interior bruto. De manera que desarrollo sostenible se sumó a la nutrida lista de expresiones de significado opuesto, oxímoron se llaman, que nos acompañan en el declive: silencio atronador, inteligencia militar, ética de los negocios, nacionalisme valencià, responsabilidad empresarial, pensamiento navarro, cómodos plazos, natural impostura, gobierno valenciano... Pues bien, tenemos otro: economía sostenible. Sería prematuro, pese a todo, dudar de las buenas intenciones que acompañan el supuesto cambio de modelo productivo que dice impulsar el Gobierno de Rodríguez Zapatero. Para descalificar ya está el turno de oficio del PP. Cuán previsibles son, ¡oh, mío Cid!

Sobre la base de los buenos propósitos y la estela de un concepto bien sonante pero falto de concreción, se comprende el escepticismo reinante. Aunque suene parecido y lleven el adjetivo sostenible, economía y desarrollo no significan lo mismo. ¿Se sabe dónde piensan aplicarla? Porque en el País Valenciano, en estado de derribo, a duras penas. Además, el texto nada dice sobre los partidos políticos, fundamentales en las estructuras de costes del modelo vigente. Muy especialmente en los sobrecostes. Propugna esta ley, entre otras disposiciones, que la Administración pagará en 2013 las certificaciones de obra en los 30 días siguientes a su expedición, pero ¿quedará algo que administrar aquí en 2013? Se establece una vida útil de 40 años para las centrales nucleares. Con la de incidentes habidos y por haber, ¿quién asegura que habrá vida en 2024, cuando toque cerrar Cofrentes? Y antes, cuando hayan provocado la quiebra de la sanidad pública y languidezcan oxidados los barracones educativos. ¿Quedará alguien para apagar la luz y ahorrar en el recibo? Pues eso.

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