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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Contra la "paradoja europea"

La izquierda debe redefinir el nuevo paradigma económico para impulsar en él los valores y principios progresistas. Y evitar el discurso que acusa a la socialdemocracia de complicidad con el neoliberalismo

Jonás Fernández Álvarez

La crisis económica internacional ha reconducido el debate ideológico en el seno de la izquierda. La tesis dominante afirma que la recesión económica es fruto del "modelo neoliberal", de modo que el electorado acabará confiando nuevamente en los partidos progresistas. Esta descripción vendría a estar respaldada por la elección de Barack Obama en Estados Unidos. Sin embargo, sólo cinco de los 27 Estados miembros de la UE están en manos socialdemócratas (podrían ser cuatro si el Partido Laborista pierde las próximas elecciones en el Reino Unido) y, además, el Partido Popular Europeo ha reforzado su mayoría en el Parlamento Europeo tras las elecciones del pasado junio.

De este modo, según esta versión más o menos mayoritaria, estaríamos haciendo frente a una especie de "paradoja europea": mientras la realidad otorga la razón a los socialdemócratas, los electores europeos votan a la derecha. Esta visión está detallada en el papel del Center for American Progress firmado por Matt Browne, John Halpin y Ruy Teixeira, discutido recientemente en una conferencia organizada por la Fundación IDEAS. En la misma línea, Antonio Estella y Ludolfo Paramio defendieron esta tesis en sendos artículos en este diario (el 9 y el 19 de junio). Pues bien, en mi opinión ni estamos sólo ante la crisis del "modelo neoliberal", ni existe en Europa paradoja alguna.

Mientras la realidad de la crisis da la razón a la socialdemocracia, Europa vota a la derecha
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Los conservadores presentan candidatos sólidos a los que asirse en tiempos de incertidumbre

La historia contemporánea está conformada por una sucesión de paradigmas económicos diseñados para responder a las necesidades concretas de cada tiempo. A cada desafío, las sociedades diseñan unos instrumentos de política económica, más o menos compartidos, con los que elevar el nivel de bienestar de los ciudadanos. Los debates ideológicos han sido importantes pero se han encauzado siempre dentro de una gestión económica en la que las divergencias eran sustancialmente menores.

Tras la II Guerra Mundial la política económica se organizó bajo el "paradigma keynesiano", según el cual el sector público debía gestionar la demanda agregada para conducir el crecimiento. Además, el Estado pasó a ser operador dominante en "mercados estratégicos" y se estableció un modelo pautado de negociación entre organizaciones sindicales y patronales para el reparto de la renta. Este modelo permitió hacer retornar a las economías europeas y a la americana a la frontera de posibilidades de producción, devastadas por el enfrentamiento bélico.

Por su parte, el debate ideológico se centró en el grado de desarrollo del Estado del bienestar o en la ampliación de derechos individuales. Las diferencias entre progresistas y conservadores eran claras, pero unos y otros desarrollaron políticas económicas de corte keynesiano. En este sentido, basta recordar la célebre frase atribuida a Richard Nixon: "we are all Keynesians now". Sin embargo, este paradigma fue incapaz de lograr ampliaciones permanentes de la propia frontera, dado que el control público de la demanda acabó generando sólo inflación adicional y los monopolios estatales se transformaron en corporaciones ineficientes. Así pues, las crisis del petróleo en los setenta simplemente canalizaron la ruptura de un modelo que se mostraba ya incapaz de continuar elevando el bienestar de las sociedades. En fin, podríamos concluir que el "paradigma keynesiano" murió de éxito y tras él fue necesario rediseñar otra agenda económica.

En este entorno, se fraguó un nuevo consenso que respondía a la única vía para mantener el crecimiento a medio plazo: el progreso técnico (residuo de Solow). Por lo tanto, la competencia se convirtió en el instrumento del cambio. Para responder a estos desafíos se desarrolló un nuevo corpus doctrinal centrado en incrementar la competencia en los mercados y para ello hubo que reestructurar sectores ineficientes, privatizar empresas públicas, re-regular oligopolios, etc. Este paradigma ha marcado la política económica a izquierda y derecha en las últimas tres décadas, al igual que los ejecutivos progresistas y conservadores a los dos lados del Atlántico habían sido previamente keynesianos. Como antes, la izquierda centró su renovación en mejorar su gestión económica con el objetivo de rentabilizar los rendimientos del crecimiento en una democratización de las oportunidades, en la modernización del Estado del bienestar o en la ampliación de nuevos derechos sociales e individuales.

En fin, este nuevo consenso de política económica, nacido tras la quiebra del modelo keynesiano y fortalecido con la caída del muro del Berlín y el despegue de la globalización, ha liderado casi 30 años de crecimientos extraordinarios y allí donde ha habido mayorías electorales progresistas ha conseguido una reducción notable, aunque no suficiente, de la pobreza y la desigualdad. Y este modelo es el que hoy está en crisis, víctima también de sus propios excesos.

Por lo tanto, debemos ser honestos. Es cierto que el foco central de la actual crisis financiera se encuentra en el mito conservador de la autorregulación de los mercados, pero la izquierda también es co-responsable. La crisis se ha canalizado a través de los activos fuera de balance después de un repunte de la morosidad de las hipotecas subprime y su germen se encuentra en una gestión poco rigurosa del riesgo de crédito, justificada bajo la "ilusión neoliberal". No obstante, tras esto están políticas monetarias demasiado laxas (¿objetivo de crecimiento?), entidades financieras públicas como Freddie Mac, Fannie Mae o CCM, agencias de rating no reguladas o legislaciones mal diseñadas ante lo cual la izquierda tiene "alguna" responsabilidad. Así pues, no estamos ante la crisis del "modelo neoliberal", sino ante el agotamiento del paradigma compartido que ha marcado la política económica durante las últimas décadas. Los electores lo saben y, por ello mismo, no hay paradoja alguna en Europa.

Dicho esto, cabría preguntarse si los demócratas americanos, desde posiciones más progresistas, y los conservadores europeos, desde las suyas propias, no están siendo más hábiles a la hora de perfilar el nuevo paradigma y ofrecer un proyecto creíble al electorado. En mi opinión, sí. Por una parte, en EE UU, el sistema político canaliza mejor las aspiraciones y esperanzas del electorado, dado que el modelo de formaciones políticas débiles junto a elecciones primarias reduce el nivel de burocracia. Esto ha permitido renovar la agenda política velozmente. Por otra, los partidos conservadores en la mayoría de Europa, sin ofrecer innovación programática alguna, están presentando candidatos sólidos a los que asirse en tiempos de incertidumbre. La historia nos da ejemplos desafortunados de este comportamiento. Así pues, ¿qué debería hacer la izquierda europea? Primero, huir del discurso de la "paradoja europea". Esta tesis sólo conduce a considerar los gobiernos progresistas de los últimos 30 años "cómplices del neoliberalismo" y a pretender hacer renacer políticas dirigistas felizmente enterradas. En segundo lugar, analizar el sistema electoral y de partidos para permitir un afloramiento más sencillo de los movimientos de cambio que siempre juegan a favor de la izquierda. Y finalmente, lo más importante, redefinir el nuevo paradigma económico (más allá de las medidas anticrisis de corto plazo) en el que van a operar las sociedades en las próximas décadas para impulsar en él los valores y principios progresistas.

En este sentido, parece claro que la nueva regulación financiera internacional restará potencial de crecimiento (también de destrucción) al sector financiero. Así, la intensificación y profundización del comercio mundial será clave y, por ello, cerrar la Ronda de Doha o trasponer la Directiva de Servicios fiel a su espíritu será fundamental. También lo será mejorar el funcionamiento del mercado de trabajo tanto nacional como internacional, lo que tendrá importantes repercusiones sociales. Por último, el Estado ganará un mayor peso en el diseño de políticas energéticas-medioambientales, aunque espero que no industriales, y fortalecerá su papel como regulador de mercados competitivos.

Éstas son algunas de las líneas de reforma que debería ampliarse con una apuesta renovada por el proyecto europeísta. La socialdemocracia debería centrarse en contribuir a ese diseño mirando a un futuro como siempre incierto. Sin duda, este papel parece más difícil que esperar a los electores anclados en viejas recetas, pero supone quizá uno de los más desafiantes retos de nuestra generación.

Jonás Fernández Álvarez es director del Servicio de Estudios de Solchaga Recio & asociados.

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