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Columna
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Grato el jazmín

Las ciudades queridas forman una sola ciudad, están unas dentro de otras, como si fuesen muñecas rusas. Perderse en una ciudad significa casi siempre encontrarse con uno mismo, pero en algunas ocasiones afortunadas significa también encontrarse con uno mismo y con otra ciudad. En 1977, Francisco Ayala viajó a Buenos Aires para participar en un Diálogo de culturas organizado por la Unesco. Durante una recepción en el Hotel Plaza se encontró con su amigo Jorge Luis Borges, antiguo compañero de noches literarias y de inquietudes antiperonistas en los años del exilio argentino.

Los dos escritores se apartaron a un rincón y mantuvieron una conversación larga, en la que Borges recitó de memoria un poema que acababa de escribir después de una visita a Granada. Los versos hablaban de la voz grata del agua, de la música, el jazmín y los dulces amores, cuando ya se intuyen la derrota y la muerte. El poema Alhambra, incluido en el libro Historia de la noche (1977), condensa el paseo sensorial de un ciego por el palacio árabe. El poeta se identifica con el rey que pierde una ciudad en manos de los infieles. Resulta vano el alfanje ante las largas lanzas de la multitud. Incluso resulta vano ser el mejor. Cuando se acerca a nosotros ese ejército irremediable que se llama la muerte, sólo es grata la humilde y bella dignidad de la vida.

Francisco Ayala se encontró con su ciudad en Buenos Aires. Algo parecido nos ocurrió a Antonio Jiménez Millán y a mí cuando en 1983 conseguimos que un amigo nos facilitase la entrada en casa de Borges. Con su hablar irónico y pausado, aquel día hablamos de muchas cosas. Decidido a ser amable, Borges olvidó sus incomprensiones y su pugna solitaria con Federico García Lorca. En la esquina de la conversación, como al descuido, recordó que el barco en el que navegó con su familia hacia Europa, en los primeros años del siglo XX, se llamaba Sierra Nevada. Entre Suiza y España, Borges se hizo poeta vanguardista. Años después, leyendo una biografía, me enteré de que al regresar a Buenos Aires se enamoró de una granadina, María Guerrero, y que gracias a ella comprendió el valor de la poesía clásica. Quedó atrapado en un famoso soneto de Quevedo que canta el "Amor constante más allá de la muerte".

La literatura, el amor y la memoria hacen posible la compañía real de los ausentes. He viajado a Buenos Aires para participar en un homenaje a Francisco Ayala. Una placa en el número 441 de la calle Defensa quiere recordar la significación cultural y humana del exilio argentino de Francisco. Entre 1939 y 1949, escribió sus ensayos sobre la libertad individual y los estados totalitarios, tradujo a Rilke, Moravia y Thomas Mann, volvió a la narrativa con Los usurpadores y La cabeza del cordero, y puso en marcha la revista Realidad, quizás la publicación de ideas más importante de su tiempo, con colaboraciones de Sartre, Heidegger, Eliot y un impresionante Juan Ramón Jiménez.

Me pierdo por Buenos Aires para encontrarme a mí mismo, que supone también encontrarme con los ausentes. Recorro las casas, los cafés, los rincones de Francisco Ayala y de Rafael Alberti. Luego camino hasta el edificio de la calle Maipú en el que vivía Borges. De regreso, entro en los subterráneos de Florida, donde se agolpan las librerías de viejo. Compro una antología de la poeta argentina Olga Orozco, Relámpagos de lo invisible. Llego al hotel, abro el libro y me encuentro con una foto suya de 1961, vestida de mujer árabe, con el Patio de los Leones al fondo. No me extraña que la gran poeta tuviese una debilidad de turista. Encuentro a mi ciudad dentro de otra de mis ciudades. Pienso en el jazmín, en el agua, en la poesía, en los milagros de la vida, que se justifican por sí mismos, aunque griten muy cerca los vastos ejércitos de la muerte.

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