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Columna
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Sálvame Alberto

La iluminadora erupción parlamentaria del conselleiro Vázquez supuso una revelación. En una imagen desveló las claves más profundas de la Democracia Feijoniana, un concepto que de puro innovador nos debatía entre el mareo y el desconcierto. Partidos, políticas y políticos, recursos y presupuestos, servicio y servicios públicos son artefactos arrumbados por el progreso. En la Democracia Feijoniana, Galicia es un plató de televisión y el PP, sus cargos y portavoces, actúan ante la audiencia como estrellas de un programa emitido las veinticuatro horas del día y dónde la ficción es la pura realidad. ¿Y qué tipo de programa hacen? Lógicamente pertenece al género que cosecha los shares millonarios: uno del corazón. Igual que en los shows rosas no hacen información sino que la inventan, el Partido Popular no hace política, da espectáculo. Como sus presentadores, Feijóo no gobierna, gestiona la actualidad rodeado por una fauna de comentaristas y estrellas frikis que reafirman su papel de moderador cabal.

En la Democracia Feijoniana, Galicia se convierte en un plató de un programa del corazón

Es fácil rastrear los paralelismos entre ambos modelos. Empezando por el propio Vázquez, su amenaza de desvelar la lista de rojos que llevan su camada a colegios segregacionistas lleva el sello del maestro del escándalo, Jesús Mariñas. En su entorno, la activista Gloria Lago parece una sufrida Belén Esteban peregrinante entre cadenas para denunciar cómo quieren arrebatarnos la custodia de nuestros hijos para enseñarles el gallego y Dios sabe qué más. Mientras mete en cintura al hatajo de vagos de la sanidad pública, las admoniciones de Pilar Farjas sobre los poderes debilitadores del ateísmo o declarando pecado limitar la libertad para obligar a aprender gallego suenan a una versión made in Opus Dei de la irrefrenable Karmele, fieles ambas a la máxima de "antes muertas que calladas". El esfuerzo de Varela por separar "cultura" y "gallega" equivale al escarnio del papanatismo español tan de Jimmy Giménez Arnau. La animosa Beatriz Mato y su denuncia de cómo los bipartitos se fundieron los dineros del mobiliario de las galiñaescolas representa ese reporterismo rosa con conciencia social liderado por la Patiño, siempre destapando cuánto se llevó crudo mengano por contar las miserias de la familia abandonada en la indigencia.

Porque no todo es color rosa, ni en la prensa ni en el rosa popular. También hay "política de investigación" en el Tomate Popular. Rueda encarna la versión más dura para su público más exigente, amenazando con tirar de la manta y destapar los trapos sucios del contrario, como los hermanos Matamoros. Sin olvidar a Javier Guerra, el aguerrido conselleiro de Industria, siempre con el sutil dardo de la palabra a punto, a lo Lequio.

Para atender a la audiencia más autóctona, el Tomate Popular ofrece la mejor salsa en versión clásica: el gran Baltar, continuador de esa tradición racial y cañera encarnada por Julián Muñoz. Es el cachuli orensano: no hay problema que no se arregle invitando a pulpo y empanada, ni pariente de quien sea a quien no se le pueda garantizar el derecho constitucional a un trabajo digno. También, para el espectador más fiel, aparece Carlos Negreira. Al igual que el incombustible Jaime Peñafiel, aporta la nota retro y nostálgica, reivindicando a las antiguas estrellas del papel cuché, las de verdad, como Millán Astray, un CTV -coruñés de toda la vida- de cuando campaba la nobleza rosa y no esta panda de desarrapados y vividores. Sólo él se atreve a decir la verdad: Unamuno se equivocó, vencimos y convencimos. En medio de tal fauna a lo Sálvame, emerge como único capaz de salvarnos la figura de Feijóo, el cruce perfecto entra el gamberrismo de Jorge Javier Vázquez y el buenismo de Cantizano. Como ellos, brilla impertérrito cual santo entre pecadores, poniendo orden entre los excesos de unos y las extravagancias de otros. Fiel a los principios de la nueva derecha, lo importante no es gobernar, sino parecerlo y nadie maneja tan bien los medios. Ya lo avisaba Margaret Thatcher al proclamar que vivíamos la era de la televisión y una sola toma de una enfermera bonita ayudando a un viejo dice más que todas las estadísticas sanitarias.

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