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MI CORAZÓN DELATOR | Escrituras

Los gatos no hablan

Venía en el periódico de hace unos días, pero la misma historia también puede leerse en un viejo cuento policiaco de los años veinte, en una aventura del detective Reginald Fortune, médico al servicio del Scotland Yard (doctor y policía, ya saben, la teoría de practicar la cirugía en el cuerpo social; hasta Sherlock Holmes estaba inspirado en un cirujano, el doctor Joseph Bell. Luego resultó que la cirugía en la calle la practicaba Jack el Destripador).

Pero la noticia a la que me refiero es más moderna. Se trata del caso de la joven Jaycee Dugard, que ha estado 18 años raptada en una casa de California, en manos de un fulano acusado de secuestros, violaciones, y de 29 crímenes en total. En todo ese tiempo, el tipo, que se llama Garrido, como los malos de Las calles de San Francisco y de las series de la Costa Oeste en general, le había hecho a su prisionera un par de hijas, y con las tres vivía en compañía de su esposa Nancy, en lo que él debía de considerar un hogar en cierto modo piadoso. Los lectores y los periodistas se preguntan ahora cómo es posible que el vecindario y la policía, que visitó la casa dos veces en tres años, no hayan sospechado nada. Y eso que hubo una vecina que llamó a la comisaría para alertar de que había visto unas niñas en el jardín de aquel matrimonio, al que no se le conocían hijos.

Resulta que cuando salió esta noticia acababa de leer en una selección de relatos de crimen y misterio, que hizo a principios de los años setenta el poeta Agustí Bartra, un cuento titulado La casita. Era un cuento de H. C. Bailey, escrito en 1926 (de su protagonista, el doctor Fortune, se dijo en su momento que había vuelto a encender la lámpara de Baker Street). La historia va de una anciana, la señora Pemberton, de gorro negro adornado con lilas blancas, viuda y con un hijo en la India colonial (es decir, el equivalente a La abuelita Paz, de Vázquez), que se planta en la comisaría para denunciar que el gatito de su nieta se ha colado en el jardín de los vecinos, y que ésta le ha dicho que una niña muy extraña que había allí lo cogió y se lo quedó. Pero esos vecinos dicen que en su casa nunca ha habido niñas. Y ningún policía, excepto el doctor Fortune, considera que la denuncia merezca investigarse. Ya ven, igual que en la noticia. Y de igual modo, al final resulta que sí, que en la casa había una niña secuestrada. En las últimas líneas, un agente encuentra providencial que el gato de la señora Pemberton decidiese cambiar de jardín, a lo que sigue un fugaz comentario, un bueno, bueno..., de Reggie Fortune, como diciendo que siempre se le acaba echando la culpa al gato.

En Las calles de San Francisco (que empezó a emitirse precisamente el año en que se imprimió la antología de Bartra) la policía era más el gato que la abuela. Andaba más que fisgoneaba. En Las calles de San Francisco, la policía era la nariz semoviente con que la ciudad olía en los callejones a los otros gatos; olfateaba el pescado que quedaba por sus muelles; perseguía a los asaltadores de joyerías y a los pequeños traficantes de droga que subían y bajaban de las colinas, condenados a un tobogán que va en serio. En Las calles de San Francisco, la policía sí que tenía olfato, y tal vez por esa razón pusieron de protagonista al actor Karl Malden (que se nos fue este verano, a los 97 años). La nariz de Malden como la roca alta del viejo cine, como un farallón sagrado por donde se cae a la nada todo lo que no es cine. Karl Malden, con esa nariz de hombre que ha venido a que le den con la puerta en las narices, y que ya no se va a dejar. Verle corriendo por las calles de San Francisco, por el mapa de la ciudad, con su gabardina azul abierta, aleteando igual que la capa de un mosquetero o igual que la bata de un niño que juega a mosqueteros, con su sombrero, que es la aureola de fieltro con que se representa a los detectives. Abandonarse frente a un episodio de Las calles de San Francisco, mientras en la casa de al lado la gente vive de una manera extraña, y gritar: ¡esto es vida!, como exclamó uno que se refrescaba con el agua que una fábrica vertía al río Besòs. En Las calles de San Francisco había tres protagonistas: el bien, el mal y la ciudad, así lo explicó su productor Quinn Martin (el de Los intocables, El fugitivo, Cannon...). Lo primero que se ve en la cabecera de la serie no son ni los polis ni los chorizos. Aparece la ciudad en marcha, la ciudad viva, convertida en personaje, trascendiendo su condición de paisaje. Se ven los coches pasando por el puente colgante, la gente cruzando al embarcadero, la gente empujando un tranvía amarillo. En Las calles de San Francisco se habla ante todo de la calle, con Karl Malden haciendo de veterano y Michael Douglas de novato (sin sombrero, porque ya no pertenece a la época de los santos). Michael Douglas, además, está anunciando en la serie que al fin han llegado a la calle los polis guapos, los Starsky y Hutch. (Ah, también traían los diarios estos días pasados que han trincado al hijo de Michael Douglas por traficar con un tipo de metanfetaminas llamado cristal.)

Pero con The Wire (Bajo escucha), una serie que retrata la noche de los cristales rotos en que se convierte el mundo durante las 24 horas diarias, y la mejor serie de policías de todos los tiempos, hemos visto que la calle no habla más que para ella misma. La voz de Baltimore oeste, la voz de los chavales andando como gatos de un jardín a otro, camelleando en las esquinas del gueto, ofreciendo a gritos bolsas de araña, tapas rojas, tapas azules, no es para que la escuchemos, sino para escucharse ella. El gato no habla con nadie, sólo con sí mismo, ya lo dijo el detective Reginald Fortune.

Lo que se ve en The Wire, sobre todo en la última temporada, que va de periodistas fulleros, políticos echados a perder y polis pasados de rosca es que en realidad nadie habla de la calle, sino de las fotos de la calle que salen en la prensa. Que en verdad la calle no importa más que para ella misma, y que para el resto de la sociedad lo importante son las fotos. Y entonces, en el momento de más dramatismo, viene la escena humorística para aliviar la tensión, viene un diálogo en un despacho de la alcaldía de Baltimore donde alguien dice que hay que proponer al Gobierno federal que se prohíba la calle.

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