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fundido en negro | relato

Sólo tú puedes hacerlo, Ernesto

Eran más o menos las ocho de la tarde, a mediados de agosto, y ardía la playa al sol de poniente. Yo llevaba bermudas rojas, hawaianas, sombrero de paja y mi camiseta de Bar Las Guindas. Estaba completamente impresentable, sin afeitar y resacoso como un infierno, y la verdad es que me daba un cierto reparo aparecer ante mi único sospechoso así. Era la antítesis del detective privado, poco serio, pero qué iba yo a hacerle.

Un par de horas antes me había llamado mi amigo Flamaradas para proponerme un caso. Desde que me había instalado en L'Escala no había tenido ningún trabajo serio entre manos, aparte del caso aquél de los pedalós desaparecidos, meses atrás, y la cosa empezaba a ponerse fea. Claramente, establecer una agencia de detectives en un pueblo costero catalán era una idea destinada al fracaso, como cuando George Michael tituló un disco Listen without prejudice.

-Llevas dos meses de retraso con la pensión, mangurrino -me había dicho mi ex mujer un par de días antes, cuando llamó a cobro revertido. Le pirraban los insultos pasados de moda.

-Estoy muy ocupado, Claudia -contesté, apagando el DVD porno- Además, eso es imposible. Tengo aquí delante las facturas -añadí, mientras arrugaba ruidosamente un par de folletos de Sapri Pizza- y todo está en orden.

Ella me llamó julay y luego colgó, no sin antes amenazarme con urgentes desahucios. Su llamada me puso triste. Estaba empezando a echar de menos a mi ex mujer, y recordaba con cariño incluso las cosas que más me exasperaban: la forma en que carraspeaba cuando se atragantaba al comer. Sus ovillos de ropa arrugada, que ascendían hacia el cielo como zigurats. Su olor de pies.

Poniéndome los calzoncillos, decidí ganar pronto algo de dinero. Volviéndomelos a quitar, me dije que podía esperar un par de días más. Y entonces llamó Flamaradas. Y le dije:

-Ni lo sueñes, colega. Nunca trabajo en agosto y lo sabes (Traducción: Estoy desesperado. Cualquier cosa me sirve).

-¡No puedes hacerme esto! Eres el primero en quien he pensado; sólo tú puedes hacerlo, Ernesto (Traducción: Todos los buenos detectives están de vacaciones. Eres mi última oportunidad).

Acepté. Esta vez no se trataba de un niño holandés extraviado. Habían asesinado a un grupo de habaneras local, La Principal de Montgó (que no Los Principales Mongos, como graffiteaban algunos adolescentes). Encontraron sus camisetas a rayas ensangrentadas -con ellos dentro- en el local de ensayo. En una esquina humeaba un acordeón.

-Ya sabéis que todo el mundo os señala a vosotros, Pus -dije, resollando, horas después.

-¿No podíamos haber quedado en otro sitio? -contestó, asfixiándose.

-Un pedaló es la cita más segura -dejé de pedalear. La embarcación se mecía lentamente sobre las olas, mareándome.

-Ernesto -me dijo, ladeando la cabeza, con el tono de voz que se utiliza para hablarles a los niños-. Te repito que tengo coartada.

Pus era el cantante de Rigor Mortis y Los Quietos, el único grupo psychobilly de Girona. Pus era un rocker con polio, algo que nunca dejaba de sorprenderme. Yo pensaba que la polio era algo extinto, como el agua de litines, los labios leporinos o los nombres de pila del Antiguo Testamento.

Rigor Mortis y Los Quietos eran famosos por sus propagandísticas maniobras disruptivas de cantadas de habaneras, pero esta vez Pus tenía coartada: había estado ensayando con el resto de su grupo en su local. Lipotimia, Electroputo y Duduá (contrabajo, guitarra y batería) lo atestiguaban.

Pus se atusó el tupé y dijo: ¿puedo irme ya?

Levantándome un poco el sombrero de paja miré a nuestro alrededor, todo ese mar encerrado en la C del golfo de Roses, y me pellizqué el tabique entre los ojos. Luego miré la pierna mala de Pus, metida dentro de una campera a mayor escala. Parecía la piernita del muñeco de Toy Story.

-¿Puedo irme, o no? -insistió.

Suspiré. Una gaviota planeó sobre nuestras cabezas como una cometa, casi estática en el mismo lugar, columpiándose en las ráfagas de viento. De repente, recordé el olor de la crema de manos de mi ex mujer. Vivamente, como si estuviese allí, a mi lado.

Kiko Amat es autor de Rompepistas (Anagrama).

CÉSAR FERNÁNDEZ ARIAS

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