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AL CIERRE
Columna
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Muerte de un ciclista

Rafael Argullol

La otra noche estuve a punto de arrollar a un ciclista con mi coche. El hecho ocurrió al girar hacia la derecha desde una avenida ancha y bien iluminada y toparme, casi, con una bicicleta que circulaba velozmente en dirección contraria a la permitida. El muchacho que la conducía iba vestido de negro, lo cual, sumado a la circunstancia de que en el manillar no aparecía faro alguno, contribuía a la perfecta oscuridad de la irrupción fantasmal. Estuve a punto de atropellarlo pero, afortunadamente, no pasó nada, pues yo frené en seco y él me esquivó con pericia antes de continuar su marcha sin pronunciar palabra.

No pasó nada y, sin embargo, yo me sentí extrañamente culpable: podía haberlo matado. Al llegar a casa le di vueltas a esa culpabilidad. Era evidente que en un juicio no habría resultado culpable puesto que el ciclista circulaba en dirección prohibida, a toda velocidad y sin señal luminosa alguna. No obstante, la probable absolución del tribunal no me habría librado del peso de la culpa ya que, al fin y al cabo, habría matado a un hombre y mi conciencia no se libraría de esto durante el resto de mis días.

Entonces, no sé si demasiado fantasiosamente, me puse a pensar en la cadena de circunstancias que, en el caso de haber matado al ciclista, me habrían obligado a sentirme culpable, aunque no jurídicamente responsable, durante lo que me quedaba de vida. Contra el destino o el azar o la mala fortuna nada se me ocurrió: están ahí y son inescrutables. No obstante, les aseguro, maldije a aquellos que, por su incompetencia, apatía y dejación de funciones, habían contribuido a la posibilidad de que yo arrastrara en el futuro una horrorosa culpa de la que no me había hecho merecedor. Ustedes y yo sabemos que hay unos responsables de que la ciudad se haya deslizado hacia ese caos en el que es tan fácil matar o morir estúpidamente, sobre todo si eres peatón, como recuerdan estos carteles siniestros grabados en el asfalto. Algunos de aquellos responsables van en uniforme y otros en traje de despacho, y su responsabilidad es ya tan reiterada que se ha convertido en culpa.

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