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Reportaje:VAMOS A... LOS CASTILLOS DEL LOIRA

El palacio donde robaron a La Castafiore

Un episodio de 'Tintín', trifulcas entre Catalina de Médicis (la esposa) y Diana de Poitiers (la amante). Mansiones junto al Loira que derrochan imaginación y guardan secretos y susurros

Forman parte de los sueños y sobre sus formas, reflejos y sombras hemos construido grandes espacios de nuestro imaginario fantástico. A menos de dos horas de París hay un conjunto de 42 chateaux que pespuntean el tramo central del Loira y sus afluentes: el Indre, el Cher, el Vienne, el Maine y el Loir. Muchos de ellos eran viejas fortalezas medievales, pero casi todos adquirieron su forma actual a lo largo del siglo XVI, en la ola exquisita del Renacimiento francés, aunque muchos creen que la Francia que emerge a finales del siglo XV, ya dispuesta a convertirse en el centro de las miradas del mundo, es en realidad un invento italiano.

Ninguna metáfora explica mejor este aserto que la supuesta tumba del gran Leonardo da Vinci en el castillo de Amboise. A Leonardo, que llegó a Francia en 1517, ya anciano, invitado por el rey, se le debe, entre otras cosas, el diseño de la gran escalera de doble vuelta del castillo de Chambord, el mayor de todos ellos.

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Chambord es una quimera; el sueño imposible de un arquitecto alucinado, el más grande y el más majestuoso de los castillos del Loira. Fue construido por Francisco I, el derrotado de Pavía, para que le sirviera de pabellón de caza, pero acabó alcanzando dimensiones gigantescas. Tiene 800 capiteles, 365 chimeneas, 440 habitaciones y 14 grandes escalinatas. Pero está vacío. Penetrar en él encoge el corazón.

El de Chenonceau es todo lo contrario: de tamaño razonable, coqueto y acogedor. Hasta un millón de personas lo visitan cada año cruzando el río Cher por la famosa galería cubierta y sueñan despiertos contemplando las habitaciones perfectamente decoradas con muebles y tapices de época, y profusión de murillos, rubens y otros grandes maestros, imaginando lo que debía ser la vida palaciega en la Francia del ancien régime.

Un nido de amor

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Chenonceau fue un regalo de Enrique II a su amante, la bella Diana de Poitiers, duquesa de Valentinois, que lo convirtió en un auténtico nido de amor. Pero Henri II murió joven, mortalmente herido en un torneo por el capitán de su Guardia Escocesa, Gabriel de Montgomery. Su viuda engañada, la implacable Catalina de Médicis, obligó entonces a su rival a devolver Chenonceau a la corona. Hay que decir que, a cambio, le dio el castillo de Chaumont-sur-Loire, a pocos kilómetros de allí, que también vale la pena visitar.

También muy cerca de Chenonceau, junto al Loira, se encuentra el castillo de Cheverny. Para los seguidores de Tintín, Cheverny es Moulinsart. Su creador, Hergé, era amigo de la familia Vibraye, que habitó el castillo hasta tan tardíamente como 1985, y cuya vida cotidiana ha quedado congelada para la curiosidad del visitante, que no sabe si va a encontrarse al profesor Tornasol bajando por las escaleras o se topará de frente con la diva Castafiore buscando sus joyas, seguida por el capitan Haddock mascullando insultos imposibles. Para volver a la realidad, nada mejor que asistir a la comida de la jauría de perros cazadores que se crían en el castillo, un espectáculo para estómagos resistentes.

Es muy recomendable el excelente vino blanco de Cheverny, aunque no llegue a la altura de algunos de los crudos de esta zona. Bien conocidos son los blancos de Sancerre, pero tal vez menos los tintos de esta denominación, poco taninos, pero muy bien estructurados, al igual que los Bourgueuil o Chinon. En cuanto a la gastronomía, no hay más que recordar que ésta es la tierra de Rabelais, el autor de Pantagruel y de Gargantúa, un impecable estudio de la condición humana; un canto escatológico a la glotonería y a la insoportable sed de conocimiento que trajo consigo el Renacimiento.

La lista de castillos podría ampliarse con los de Blois, Saumur, Azay-le-Rideau y otros tantos, pero si hubiera que escoger uno a no perderse, éste es el de Villandry. Construido en 1532 por Jean Le Breton, ministro de Finanzas de Francisco I, es uno de los últimos edificados en estilo renacentista. Lo más interesante, sin embargo, son sus jardines. El agua es la protagonista de la parte más alta, con fuentes y un lago. En el nivel intermedio hay un jardín ornamental con plantas aromáticas y medicinales. La sorpresa está en el nivel inferior, donde se encuentra el huerto decorativo: siete hectáreas dedicadas a todo tipo de hortalizas y frutas colocadas con la elegancia de un jardín francés: alcachofas en lugar de flores y coles en vez de arbustos: una extraordinaria lección de botánica. Su celebridad ha suplantado a la del castillo.

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