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Columna
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Los abstencionistas

Fueron unas elecciones felices, además de europeas, las del domingo pasado. Los cuatro primeros partidos andaluces salieron contentos: los que perdieron ganando votos y los que ganaron perdiéndolos. El PSOE vence en casi todas partes y es derrotado en los grandes núcleos urbanos, territorio del PP, que, sin embargo, no triunfa en el más grande, Sevilla. Los dos colosales partidos se sienten eufóricos, pero también irritados. Les irrita la alegría del rival. No entienden que el rival tenga derecho a la alegría. Se miran el PP y el PSOE con total incomprensión, como si sufrieran una alergia mutua, pegajosamente molesta.

Los más contentos quizá sean los abstencionistas, si no les puede la indiferencia. En Europa casi alcanzan el 60%, como en Andalucía, donde parece dominar una sensibilidad continental. No atrae el bipartidismo de aquí a muchos votantes, y PSOE y PP apenas consiguen juntos, según mis cuentas, el 37% del total de los votos posibles. El bipartidismo de las dos imponentes formaciones políticas deja al margen a más de la mitad de la población, y los pequeños partidos, complemento del bipartidismo, no captan ni a cuatro de cada cien votantes. Los abstencionistas andaluces llegaron el domingo al 57'54% del cuerpo electoral, pero, como decía el otro día Lourdes Lucio en estas páginas, nadie los nombra.

Es una situación política incómoda: el bipartidismo representa a poco más de un tercio del censo, y a la vez los dos partidos, PSOE y PP, se excluyen entre sí con ferocidad. Sus representantes exhiben en público diferencias rencorosas, implacables e inextinguibles. Pero, cuando uno u otro se convierten en mayoría gobernante, los dos son iguales. Adoptan la misma estrategia: anular al adversario y a sus seguidores, de modo que resulte imposible un cambio de partido en el gobierno. Así, cuanto más se perpetúa el grupo en el poder, más posibilidades tiene de ser eterno. Los ciudadanos perciben la irresistible perdurabilidad de los que mandan y, considerando la fusión que se produce en estos casos entre Estado, Gobierno, partido y agencia de negocios, se vuelven apáticos, aduladores y colaboradores más o menos espontáneos, voten o no.

Los dos grandes partidos andaluces se tienen poco aprecio y ningún respeto. Unos a otros se ven como delincuentes, o así se presentan al público. Puede que los socialistas tengan razón sobre la maldad de los populares, o al revés. O quizá los dos acierten, por lo menos en parte: de esta impresión se alimenta la abstención voluntaria. Porque hay también enfermos, olvidadizos y viajeros, que no ejercen a su pesar el derecho al voto, y sería un error considerar al conjunto de los abstencionistas una especie de partido invertebrado, líquido, en torno a una idea común. Conozco a abstencionistas políticamente indiferentes y políticamente fanáticos. Entre los abstencionistas a conciencia hay quien se abstiene por antipatía o falta de simpatía hacia los partidos que se le ofrecen, o por extrañeza ante la situación política, o porque no encuentra qué votar y no obedece a Popper, que aconsejaba votar al que menos daño haga, teniendo en cuenta que el ser humano es más bien pernicioso por naturaleza.

El economista Albert O. Hirschman estudió las reacciones de los consumidores de una marca cuando los productos pierden calidad, o las de los ciudadanos cuando falla el sistema político en el que viven. Hirschman apunta dos opciones: abandonar la marca, hacer mutis, salir silenciosamente de la lista de clientes (exit option), o alzar la voz, quejarse, proponer reformas (voice option). Las dos opciones avisan del deterioro de un sistema empresarial o político. Creo que la insistencia andaluza en la abstención, desde el silencio rotundo y masivo frente al nuevo Estatuto, es una manera de tomar tímidamente la palabra.

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