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Columna
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Memorial de agravios

¿Debería haber asistido el presidente del Gobierno a la Reunión del Círculo de Economía, siendo que este año celebraba su 25ª edición? La relevancia del evento y el contexto económico así lo sugerirían, en principio, pero acaso su ausencia, más que una descortesía, haya sido una bendición para las personalidades congregadas en Sitges. Porque, cuando se trata de cantar las cuarenta al poder, ante la primera autoridad del Estado el empresariado se expresa todavía con menor soltura que ante sus humildes emisarios, si cabe.

Mañana, cuando José Luis Rodríguez Zapatero despache en La Moncloa con la vicepresidenta Elena Salgado y el ministro José Blanco, dispondrá de un buen indicador de hasta qué punto su margen de maniobra frente a la crisis se va estrechando. Ambos deberían aclararle que, bromas futbolísticas aparte, Cataluña no se da por satisfecha con la épica tripleta del Barça; que el intolerable bloqueo de la financiación autonómica no es todo lo que desluce las relaciones con el resto de España; que la Generalitat y los empresarios catalanes, por una vez todos a una, le reclaman que se guarde los conejos en la chistera y acometa por fin las reformas estructurales imprescindibles para que los síntomas de recuperación económica no sean una voluntarista metáfora cromática a cuenta de los ignotos brotes verdes ni una prueba de agudeza visual modelo Forges, sino una realidad tangible. Reformas por cierto que, sin recortar derechos sociales ni arriesgarse a un conflicto con los sindicatos, debió haber emprendido cuando las arcas del Estado andaban henchidas. Ello, en vez de venerar el becerro de cemento y ladrillo del que ahora abjura con notoria teatralidad, pero que no hace tanto le permitía pavonearse en Europa -¿acaso no dijo que nuestra economía estaba en la Champions League?- con la arrogancia del nuevo rico y la ignorancia del pobre en ciernes.

Vencer a la crisis aun a riesgo de perder el poder: ése es el dilema que los empresarios y Montilla, todos a una, plantean a Zapatero

El caso es que España avanza inexorablemente hacia la cifra maldita de los cinco millones de parados y que las medidas paliativas hasta ahora improvisadas no bastan para atajar esta sangría. Ni el efímero plan Zapatero para financiar pequeños proyectos municipales que contraten a desempleados -¿cuántas empresas subcontratistas han despedido a sus operarios para que pudieran emplearlos las adjudicatarias de estas obras?-; ni las ayudas a la compra de vehículos o la supresión a plazos de la desgravación por vivienda, más de lo mismo; ni las rebajas fiscales para pymes y autónomos que no destruyan empleo, que sólo operarán en el improbable caso de que haya beneficios y además están supeditadas a acuerdos parlamentarios aún por definir... Nada de esto nos acerca al cambio de modelo productivo que el Gobierno pregona pero por ahora sigue sin concretar.

Entretanto, la crisis se ensaña por un lado con los empresarios prestos a resistir, privados de crédito, y por el otro con los trabajadores temporales -uno de cada tres, la tasa más alta de Europa-, cuyo despido no es que sea barato, es que es gratuito. Factor, este último, culpable en parte de la celeridad con que España destruye empleo.

La reforma laboral que Montilla esbozó el viernes en Sitges -aplazar el debate sobre el abaratamiento del despido, pero flexibilizar los convenios colectivos para ligar los salarios a la productividad y prolongar la vida laboral para garantizar el sistema de pensiones- no satisface ni de lejos las mucho más liberales ambiciones del empresariado, pero sí empatiza con el desánimo del tejido productivo catalán ante la pasividad del Gobierno. Una perentoria demanda de reformas que, siempre con suaves modos, el Círculo de Economía ha tratado de vindicar este fin de semana ante la vicepresidenta Salgado y a la que ésta, fiel a las consignas de su presidente, se ha limitado a hacer oídos sordos.

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Natural porque, más que la ideología, lo que atenaza al Ejecutivo es el temor a padecer una huelga general que ponga al PSOE de patitas en la oposición. De ahí el memorial de agravios que emerge de Sitges, la "valentía" que Salvador Alemany pidió al Gobierno o la admonición de Antoni Castells: "Quien gobierna debe hacer reformas. Se gobierna para hacer lo que conviene, no pensando en ganar las próximas elecciones". Vencer a la crisis aun a riesgo de perder el poder; endiablado dilema que Zapatero se resiste a afrontar.

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