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Reportaje:VIDAS AL LÍMITE

Alejandro El Grande

Una noche, tumbado en la cubierta de un barco en el que se dirigía a Ibiza, Alejandro Amenábar descubrió de súbito, en medio de la oscuridad, la Vía Láctea. Y aunque la galaxia se encontraba a miles de años luz, en el hondo cielo, le causó la misma impresión que si la hubiera descubierto dentro de sí. Y ahí empezó todo, al menos de manera consciente, pues luego, atando cabos, recordó que ya la había visto en las islas Seychelles, durante el rodaje de unas escenas de Mar adentro, aunque entonces tomó aquella mancha blanca por un conjunto de nubes.

Tras volver de Ibiza, provocó entre sus compañeros de piso una discusión acerca de si había o no vida extraterrestre. Él dijo que tenía la intuición de que estábamos rodeados de vida, pero de vida como la nuestra, con electricidad, con simetría, con seres que tenían dos ojos y dos piernas, seres que habían descubierto la música y los aparatos para reproducirla... Dijo que si miras hacia arriba y logras sentirte bañado, hundido, empapado por ese puré de estrellas que es la Vía Láctea, como le ocurrió a él en aquel barco, no tienes más remedio que aceptar la existencia de otras vidas más allá de los confines de la Tierra.

Se ha reconstruido Alejandría en un gran decorado en Malta
"En EE UU me habrían pedido que hiciera una historia de amor"
La película relata cómo los cristianos pasan de perseguidos a perseguidores"
Cuando descubrí la Vía Láctea me iba a la cama pensando en la vida"
No estar abierto a lo que ocurre en el rodaje es como ir con orejeras"
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Para apoyar su convicción recurre a Carl Sagan y al capítulo de Cosmos en el que el popular astrónomo hace cálculos sobre las posibilidades de vida extraterrestre, un capítulo que, según el joven director, te pone los pelos de punta. De hecho, casi me los pone a mí al resumírmelo mientras compartimos un arroz a banda en un restaurante de Madrid.

Amenábar habla en voz baja y gesticula poco. No da la impresión, al menos a primera vista, de ser un tipo apasionado. Parece en realidad un chico de instituto tímido e huidizo. Lo más probable es que haya venido a comer a la fuerza, porque si hay película hay promoción de la película, tales son las reglas del juego. Es educado y más aún que educado: amable. De hecho, tiene una gripe que a cualquier otro le habría servido para suspender la cita. La ha mantenido, supongo, por educación, por delicadeza, quizá por timidez y ahí está, al otro lado de la mesa, tomándose el arroz sin muchas ganas, resistiéndose de manera sutil, quizá sin ser consciente de ello, a entrar en los temas que voy poniendo sobre la mesa. No es que rechace hablar de esto o de lo otro, entra a todo lo que le propones, sí, pero uno nota, de fondo, una resistencia pasiva que a ratos produce desaliento.

Si la curiosidad vence al desánimo, es porque somos un misterio, usted, yo y el vecino de enfrente, todos somos un misterio. Y así como hay gente aficionada a la contemplación de los paisajes, hay gente - un servidor- aficionada a la observación de los seres humanos, que son un espectáculo increíble, algunos más que otros, claro, y Amenábar se encuentra en la categoría de los más. He aquí un joven al que le ha bastado rodar cuatro películas para alcanzar fama universal; que ha obtenido más premios de los que seguramente guarda en la memoria (entre ellos, un Oscar); que ha conseguido que los inversionistas pusieran en sus manos 50 millones de euros para que hiciera con ellos Ágora, la película que nació la noche de aquel viaje a Ibiza en el que descubrió la Vía Láctea.

Sin duda, es para estar crecido, pero Amenábar lleva todo eso con modestia (quizá con miedo). Hasta hace cuatro días, por ejemplo, continuaba compartiendo piso con un par de amigos de la época de la facultad, en plan estudiante, pidiendo pizzas para cenar. No parece muy vehemente, ya digo. Si le preguntas cómo ha vivido ese cambio de dimensión que va de la nada a todo en tan pocos años, responde que con "frialdad y desapego". Y añade enseguida que el contacto con la cultura de Hollywood, al que le obligó el éxito de Los otros, en vez de volverle loco, le hizo reflexionar. Comprendió que instalarse en aquella cultura implicaba preguntarse a diario cómo seguir con la vida de uno, cómo mantener a los amigos, a la familia, cómo conservar la ilusión y la libertad por inventar historias, por hacer películas.

"Producir esta película en EE UU", añade refiriéndose a Ágora (que se estrena en el Festival de Cannes en mayo y llega a España en otoño), "habría sido un infierno. Me habrían pedido que hubiera una historia de amor, que la protagonista no muriera...".

Y no se ha producido en EE UU, pero se ha rodado en inglés, pues se trata de una producción multinacional que se estrenará en todo el mundo, que llegará previsiblemente a todos los mercados. Tiene uno la impresión de que la "frialdad y el desapego" (metódicos o reales) de los que habla Amenábar para referirse al éxito forman parte de su relación con el mundo. Repasada sucintamente su biografía, comprueba uno que es una sucesión de desarraigos. Vean, si no: nació en Chile en 1972, hijo de madre española y de padre chileno. Al año de vida, su familia se trasladó a España (primer desarraigo), instalándose en la localidad madrileña de Getafe, donde empezó a estudiar con los padres escolapios. Cuando contaba cinco años, sus padres se trasladan a Paracuellos de Jarama, que se encuentra en el otro extremo de la ciudad, y deciden que continúe yendo a los escolapios, pero en régimen de internado (segundo desarraigo). Amenábar permanece 10 años (hasta los 15) en este colegio de religiosos. Transcurrido ese tiempo, se matricula para hacer el BUP en el instituto de enseñanza media Alameda de Osuna, barrio relativamente cercano a Paracuellos, por lo que abandona el internado (tercer desarraigo) y vuelve a vivir con sus padres. A los 19, cuando comienza los estudios de cine (que no terminará), deja la casa familiar y empieza a compartir pisos con distintos amigos (cuarto desarraigo). La vida en estos pisos es precaria, pues no siempre ocupaban la misma vivienda ni la misma habitación. Por lo general, él se quedaba de prestado donde paraba Mateo Gil, su amigo y coguionista. Durante aquella época se movió por varios pisos del centro de Madrid (más desarraigos) y a veces tenía que dormir en el suelo de las habitaciones que le prestaban. Cuando empezó a llegar el dinero (con Tesis, en 1996), se fueron a vivir juntos Mateo Gil, Carlos Montero (el creador de la serie Física o química) y él (en régimen de internado, piensa uno). Y juntos vivieron hasta que hace poco Amenábar decidió independizarse (¿un desarraigo más?). En la actualidad (por primera vez en su vida) vive solo, lo que no le resulta fácil, pues es miedoso. Aunque algunos de sus amigos le han propuesto volver a compartir piso, ha decidido que no, que se va a enfrentar a la soledad y a las turbaciones que comporta. A ver si puede.

Amenábar se refiere (si le preguntas, claro) a esta suma de desarraigos con "frialdad y desapego". Del internado, por ejemplo, afirma que no tiene mal recuerdo. Hizo buenos amigos en él, aunque no conserva ninguno. "Mis padres", añade, "nos vieron cómodos a mi hermano y a mí, y como los escolapios tenían prestigio, tomaron la decisión". Eso es todo. La memoria que conserva de sí mismo es la de un niño empollón, quizá un poco repelente, que en los recreos, en vez de jugar, leía. Era dócil por miedo a la autoridad más que por convicción. Si insistes, te cuenta que en cierta ocasión, a la vuelta de un fin de semana, llegó al internado un día antes que el resto de los alumnos, por un malentendido, y tuvo que dormir solo en aquel dormitorio gigantesco, lo que constituyó una experiencia terrible (¿no hay miedo en todas sus películas?).

Entre tanto, en alguna parte de su cabeza iba cuajando, espesándose, formándose, el Amenábar que conocemos. Recuerda con emoción las primeras ocasiones en las que fue al cine, aunque lo que más le llamaba la atención de las películas no era, curiosamente, la historia que se desarrollaba en la pantalla, sino la banda sonora. Si tenemos en cuenta que la banda sonora debe actuar sin que el espectador la note, sorprende esa capacidad para percibir lo oculto en un crío de seis años. La primera banda sonora que se compró, en torno a los nueve años, fue la de Superman, de John Williams. Y se ha pasado la vida tarareando, como si el tarareo fuera una especie de rito obsesivo. Tararea mientras rueda, mientras pasea, mientras come, mientras se ducha, mientras piensa, como si temiera que el mundo fuera a acabarse si dejara de hacerlo. Y no tararea melodías preexistentes, sino composiciones nuevas, creadas por él en el momento mismo de tararear. Durante una época tuvo verdadera obsesión por los teclados electrónicos, con los que al principio componía canciones y después bandas sonoras (ha compuesto la de todas sus películas, excepto la de Ágora). Parecería lógico que esa pasión le hubiera conducido a la música, pero lo devolvió al cine.

La "frialdad y el desapego" de Amenábar se atenúan notablemente cuando en la conversación salen a relucir personajes como Carl Sagan o Steven Spielberg; del primero, porque quedó marcado por Cosmos, la serie ya citada; del segundo, porque nació al cine con él y porque hace las películas que en cierto modo constituyen su modelo. Hay otros cuya mención provoca picos de entusiasmo en la conversación (Hitchcock o Kubrick, por ejemplo), pero al que más "respeta" es a Spielberg. También habla con entusiasmo de las hormigas, de las moscas y del principio de incertidumbre. Durante una época estuvo dándole vueltas a rodar una película sobre la teoría de la relatividad. Ustedes dirán si es o no es un espectáculo.

"Te parecerá una tontería", añade mientras rechazamos los pescados en cuyo caldo se coció el arroz, "pero después de aquel viaje a Ibiza y del descubrimiento de la Vía Láctea me resultaba muy reconfortante irme a la cama todas las noches pensando que estaba rodeado de vida".

Y ahí nació o se afianzó su interés por la astronomía, que equivale -dice él- a preguntarte dónde estás y de qué va esto.

Tras contagiar de su entusiasmo a su amigo y coguionista Mateo Gil, y a su productor, Fernando Bovaira, comenzó a documentarse, a aprender, y de este modo fue cayendo de libro en libro y de documental en documental hasta que descubrió a Hipatia, la mujer destinada a convertirse en la protagonista de Ágora, su última película (cincuenta millones de euros, como se ha señalado). Nacida en el siglo IV después de Cristo, en Alejandría, capital de lo que entonces era la provincia romana de Egipto, Hipatia es un cruce de la cultura romana, la griega y la egipcia. Hija de un sabio de la época que decidió convertirla en una mujer excepcional, pasa por ser la cabeza matemática más importante del mundo grecorromano. Pero sus intereses se extendieron a la filosofía (dirigió la escuela neoplatónica) y a la astronomía, siendo responsable de la construcción de instrumentos científicos como el astrolabio, que sirve para situar la posición de las estrellas, o el hidroscopio, utilizado para detectar la presencia de agua y para medir la fluidez de los líquidos. Se le atribuye asimismo la defensa del heliocentrismo y numerosos trabajos relacionados con el cálculo matemático del movimiento de los astros. Su figura, reivindicada por Voltaire y los filósofos de la Ilustración, que contraponían su espíritu abierto y curioso al oscurantismo atribuido a la Edad Media, es también -por razones evidentes- uno de los iconos del feminismo. Carl Sagan se refiere a ella como la última responsable de la Biblioteca de Alejandría, la más importante del mundo de su época y cuya destrucción constituyó una de las grandes pérdidas de la cultura universal.

La biografía de Hipatia, dadas las descripciones que nos han llegado de ella, y que añaden a las virtudes intelectuales señaladas la de una belleza singular, se ha trenzado con su leyenda sin que sea posible, en muchos casos, separar los hilos pertenecientes a una u otra. Lo que sí está documentado es que fue víctima de la intolerancia y del fanatismo, pues murió a manos de una secta religiosa en ascenso -los cristianos-, a quienes molestaba su libertad, su independencia de criterio, su sabiduría y la autoridad moral y política de que gozaba entre sus contemporáneos.

Vista desde una mirada actual, Ágora constituye una reflexión -cuando no una denuncia- de los fundamentalismos de los que todavía, tantos siglos después, todavía somos víctimas.

"La película", me diría Amenábar, "relata ese momento en el que los cristianos dejan de ser perseguidos para convertirse en perseguidores. Curiosamente, el cine ha contado mucho la primera etapa, pero no esta otra". "En cualquier caso", añade, "hemos intentado que no sea ofensiva para quien crea. Hemos querido contar que hay gente buena y mala en todos los ámbitos y en todas las creencias. Le hemos dado al espectador cristiano la posibilidad de identificarse con ese personaje. Ha habido también un intento de plasmar la realidad religiosa desde un punto de vista sociológico y la astronomía desde un punto de vista místico".

Amenábar, que no fue un "creyente dramático", tampoco ha devenido en un "descreído dramático" (¿la frialdad y el desapego una vez más?). Evolucionó insensiblemente hacia el agnosticismo y un día se dio cuenta de que era ateo. Fue creyente, añade, hasta que leyó la Biblia y le escandalizó la crueldad de Yahvé en el Antiguo Testamento. Ya cambiarás de opinión cuando leas los Evangelios, le dijeron entonces. Pero apenas abrirlos tropezó con la escena en la que Jesús arrojaba los demonios a una piara de cerdos y no le encontró ningún sentido.

"Ahí", dice, "el Evangelio se convirtió en un desafío a mi razón y a mi esquema de valores. Me preguntaba qué culpa tenían los cerdos y el dueño de la piara".

De repente descubre uno en Amenábar a un conciliador, a un moderador, a un pacificador. Está el ateo que no quiere ofender a los creyentes, por ejemplo, pero también el Amenábar para el que el cine es, a la vez que una obra de arte, una industria. Su vocación es la de llegar al gran público sin renunciar a hacer lo que quiere, lo que implica también un temperamento negociador que mantiene asimismo con el azar. Me cuenta, por ejemplo, que al principio de su carrera temía que los jefes de equipo no le entendieran o hicieran lo que les viniera en gana. Ahora les empuja a que opinen, a que propongan cosas, lo mismo que a los actores, estableciendo así una negociación con la realidad.

"No estar abierto a lo que sucede durante el rodaje", dice, "es como rodar con orejeras".

Al pensar en todo esto, se nos aparece de súbito un Amenábar en continua negociación también consigo mismo. Después de todo, le ha tocado vivir un momento frontera que metaforiza a la perfección la coexistencia, en su cine, de lo analógico con lo digital. Ágora, por ejemplo, es la suma de un gigantesco decorado, levantado en la isla de Malta, al que se han sumado multitud de efectos digitales. Las imágenes reales y las generadas conviven en esta cinta sin que sea posible distinguir las unas de las otras. De hecho, gran parte del trabajo de posproducción consistió en borrar esa cicatriz, en hacer posible que ambos mundos (el digital y el analógico), más allá de convivir, que no les queda otro remedio, se mezclaran, se fecundaran, se hibridaran, al modo en que se mezclan, se fecundan y se hibridan los metales en una aleación: sin que sea posible distinguir o separar los elementos que la componían. Y esa voluntad del proceso de posproducción, que constituye casi otro rodaje, le hace a uno evocar la dificultad para poner en contacto dos o más concepciones del mundo sin que salten chispas, sin que unas intenten anular a las otras. De eso trata también la película de Amenábar, realizada, asegura él, con voluntad didáctica, con intención de enseñar.

Fernando Bovaira, productor de sus últimas películas, me contó que durante el rodaje de Ágora, que reunió todas las complejidades de una superproducción, Amenábar impuso una suerte de autoridad silenciosa, una especie de antiautoridad, que llegó enseguida a los lugares más periféricos del plató. Una vez en casa, tras recordar estas palabras y repasar mis notas, me pareció que Amenábar estaba hecho, en cierto modo, de contrarios: un autoritario que no era autoritario, un vehemente que no era un vehemente, un tímido que no era un tímido, un famoso que no era un famoso, un inseguro que no era inseguro, un miedoso valiente, un dócil rebelde, y así de forma sucesiva. En otras palabras: un espectáculo.

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