_
_
_
_
_
Reportaje:PURO TEATRO

La habitación de los niños

Marcos Ordóñez

Chéjov está muy enfermo cuando escribe El jardín de los cerezos, su última obra maestra, quizás su comedia más extraña y abstracta. Como en las anteriores, atrapa unos cuantos días en las vidas de un grupo de personas, ni buenas ni malas, profundas y ridículas, cada una con su razón. No hay protagonistas, el foco pasa de unos a otros. Durante un par de horas sabremos algo de sus anhelos, egoísmos, indecisiones, cegueras, miserias y grandezas. Un factor común: nadie escucha, cada uno parece perdido en su propio sueño. Todavía peor: nadie se escucha. No saben lo que desean, o no quieren saberlo. Buena parte de la acción transcurre en lo que Chéjov llama "la habitación de los niños", el antiguo cuarto de juegos de Lubov Andreievna y su hermano Gaiev. Han vuelto a la mansión de su infancia, ahora acosada por acreedores. Lubov vive en una perpetua huida desde que murió su hijo pequeño, ahogado en el río. "Mamá no pudo soportarlo", dice su otra hija, Ania, "y escapó a París, sin mirar atrás". Gaiev, con su humor tierno y lunático, vive también en un mundo de trajes blancos, sombreros de paja y lejanas jugadas de billar sin mesa ni bolas, como el final de Blow Up. Lopajin, antes siervo y ahora acaudalado, eterno adorador de Lubov, se pasa media obra intentando que los Andreiev le vendan el jardín de los cerezos para construir dachas y así salvar la hacienda. Ellos se niegan: quieren que todo siga igual, pero son incapaces de dar un paso para conseguirlo. La habitación de los niños está poblada de deseos cortocircuitados, sacudida por un desesperado frenesí. No paran de moverse para no ir a ningún lado, de bromear con lágrimas en los ojos, de organizar, sin ganas, constantes fiestas y juegos. Todos parecen querer a la persona equivocada, hablan cuando no deben y cuando deben no hablan. ¿Por qué hacemos lo que hacemos? Ésa sería la pregunta básica de Chéjov en esta obra, de la que Sam Mendes, al frente de The Bridge Project, una compañía transoceánica de actores ingleses y americanos, ha ofrecido en el Español (entradas agotadísimas, diluvio de aplausos) una de las mejores puestas, si no la mejor, de los últimos años. Por su desnudez (caja blanca, alfombras, mínima utilería) y delicadeza, por la orfebrería de las interpretaciones, recuerda al gran montaje de Brook en 1981, que también mezclaba cómicos de diversas nacionalidades y estilos (Natasha Parry, Niels Arestrup, Michel Piccoli) con un resultado deslumbrante.

Russell Beale es de los contados actores capaces de llevarse una escena permaneciendo en silencio en un rincón

Hay aquí una ceñidísima versión inglesa de Tom Stoppard y una coreografía verbal y gestual que parece seguir las jugadas imaginarias de Gaiev: avanza imparable una bola, de repente otra irrumpe desde un ángulo impensado, golpea suavemente y la propulsa en una nueva dirección, tal como pide Chéjov en su partitura. Hay un humor suave, de alta comedia, que reserva las pinceladas de slapstick para el pobre Epijodov, justamente apodado Calamidad: Tobias Segal lo convierte en un dulce arlequín patoso al que todas las cosas le vuelan de las manos. El enorme Simon Russell Beale dibuja en el aire, sin aparente esfuerzo, todos los colores de Lopajin: un hiperactivo atormentado por el vacío ("mis manos me resultan extrañas si no están ocupadas"), un poeta lírico camuflado de gañán ("sus manos son de artista", señala Trofimov), y, en definitiva, un niño perverso capaz de desventrar su juguete y arrancarle las alas a su más preciada mariposa: "He cumplido mi más profundo deseo: poseer la finca más hermosa del mundo", clama, y acto seguido da la orden de empezar a talar los cerezos: "¡Ahora todo se hará como yo diga!". Russell Beale es de los contados actores capaces de llevarse una escena permaneciendo en silencio en un rincón. Se lo vi hacer el año pasado en Major Barbara y vuelve a hacerlo aquí, durante el discurso de Trofimov, aunque su momento álgido (y el de Rebeca Hall como Varia) es la escena de su frustrada declaración de amor, en la que, arrodillado a sus pies, sólo logra hablar del tiempo: una mixtura perfecta de comicidad y tragedia, Chéjov en estado puro. Otra gran declaración es la de Trofimov (Ethan Hawke) a Ania (Morven Christie), que cierra, pautadísima, la primera parte, y cuyo mérito radica en que el personaje masculino no cesa de proclamar que está "por encima del amor". Me veo obligado a elegir las crestas de los intérpretes: no puedo hablar de todos, que se mueven en un parejo nivel de excelencia, ni pormenorizar sus maravillosos trabajos porque esto se me pondría en diez páginas. De Sinead Cusack y su Lubov me quedo con tres momentos, tres miradas. Mendes le ha servido una extraordinaria apertura de la segunda parte: vestida de rojo, apresada en el círculo de un fantasmagórico baile de máscaras a la luz de las velas, mientras las sombras se agigantan en las paredes y ella parece contemplar la ronda como un jirón del pasado. La segunda, cuando proclama ante Lopajin que su vida no tiene sentido sin el jardín ("¡si lo venden, que me vendan con él") y acto seguido desmiente su desafío evocando a su amante en París con el mismo tono operístico: "¡Amor, ese yugo que me asfixia!". Su última mirada es la de la desolación absoluta, contemplando la habitación de los niños ya vacía para siempre. Doble mirada, porque es en ese momento cuando Paul Jesson hace que Gaiev abandone, sin palabras, su caparazón de gentleman seráfico y muestre, pasándole un brazo sobre el hombro, toda su ternura, todo su dolor, toda su pérdida. Queda la coda final, la cuerda del bajo al romperse. Se han ido todos y han olvidado a Firs, el viejo criado, en la casa vacía. Una silla y un viejo moribundo, que Richard Easton interpreta como está mandado: como Hamm o Crap. "El señorito Gaiev habrá vuelto a irse sin su pelliza, como si lo viera... No he estado pendiente... Ah, mi vida ha pasado como si no la hubiera vivido". Se rompe la silla, Firs cae al suelo, se acurruca para morir, pero sigue hablando. "¡Soy un pasmarote!". Chéjov no sólo funda, con Flaubert y Baudelaire, la sensibilidad moderna: Beckett empieza donde él acaba. -

The Bridge Project en el Teatro Español, de Madrid. El jardín de los cerezos (se ha representado del 18 al 22 abril) y Cuento de invierno (desde hoy al 29 de abril).

Sinead Cusack, en una escena de <i>El jardín de los cerezos,</i> de Antón Chéjov.
Sinead Cusack, en una escena de El jardín de los cerezos, de Antón Chéjov.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_