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Columna
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La OTAN a los 60

La Organización del Tratado del Atlántico Norte, que el sábado cumplía 60 años, fue creada en 1949 tanto para defender la frontera del liberal capitalismo en la Europa Media como para intimidar a la otra Europa, la del Este, en la que se había implantado el comunismo soviético por la fuerza. Ésa fue su causalidad funcional o extrínseca, pero había también otra de carácter genético, intrínseco y tácito: la de impedir o dificultar la creación de una fuerza militar autónoma europea. La belleza de la operación consistía en que sus responsables podían decir que en modo alguno era ésa su intención y estar en lo cierto, porque el hecho mismo de la fundación de la Alianza implicaba ese segundo significado, al margen de la intención de sus autores. Dicen que Coca-Cola fundó Pepsi para llenar un vacío que podía tentar a la competencia, y la OTAN era como Coca y Pepsi a la vez.

Competir con la Alianza desde lo europeo no tiene sentido mientras falte una soberanía de la UE

La Alianza fue en lo material producto de la guerra fría. Cabe datar su comienzo en la explosión de Hiroshima en agosto de 1945, pero si no hubiera habido un detonante atómico habría sido otro el incidente de factura soviética o estadounidense que disparara su necesidad. Dos libros de reciente publicación, La guerra después de la guerra, del estadounidense Melvin Teffler, y El Imperio fallido, del ruso V. Zubok, construyen convincentemente una realidad dual que se retroalimentaba mutuamente, en la que los aparatos de Gobierno de ambas superpotencias estaban mucho más predispuestos que sus dirigentes máximos, Truman-Eisenhower y Stalin, a desencadenar la guerra fría, para cuyo medro jugó un papel decisivo el miedo al otro. No tenía por qué ser inevitable, pero, dadas circunstancias y actores, nadie podía evitarla.

El acelerado desvanecimiento de la URSS en los años ochenta arrastró consigo el del socio-rival de la OTAN, el Pacto de Varsovia, y sectores de la izquierda europea argumentaron que ya no hacía falta el pacto atlántico, pero eso habría sido sólo así en el caso de que la única razón de su existencia fuera la conjuración del peligro soviético. La OTAN, desempleada por deserción de la vanguardia del proletariado, tenía que definir nuevas tareas, que halló en el terrorismo internacional. Al Qaeda y sus franquicias, aunque difícilmente podían llenar el espacio geopolítico evacuado por Moscú, presentaban la ventaja de su incertidumbre cataclísmica. La URSS, en cambio, había sido un poder responsable, que cuidadosamente se abstuvo de derramar sangre occidental, al contrario que hoy los terroristas del rencor.

La OTAN a los 60 años está en el umbral de decisiones que sellan un destino. Nadie ignora en la Alianza que lo último que se puede permitir es que el Tercer Mundo, donde el islam crece tanto como una larga lista de agravios contra Occidente, la perciba como el Soldado Universal, pero la tentación está ahí, tanto como su facilidad para buscar al enemigo entre los seguidores de Alá. Contra esa utilización planetaria obra, sin embargo, la naturaleza de una edad pos-heroica en la que la opinión del mundo desarrollado, por mucha crisis que haya, se opone, de Madrid a Washington, a comprar tranquilidad o su espejismo con sangre propia; mientras que a favor actúa la mercenarización de los ejércitos occidentales porque sólo mueren los contratados para ello, y la reciente exhortación en Praga del presidente estadounidense, Barack Obama, a la desnuclearización global, porque sin el arma atómica la OTAN habría de parecer más y no menos necesaria.

De Gaulle retiró a Francia de la cadena de mando integrada de la organización en 1965 no sólo por salvaguardar la soberanía apenas simbólica de su país, sino también, al margen de cuáles fueran sus mejores intenciones, porque a partir de la separación sería posible crear una fuerza autónoma europea, latina, mediterránea o del ámbito que hubiera sido posible. Y en 2009 el presidente Nicolas Sarkozy reintegra París a esa cadena porque entiende que desde dentro se puede defender mejor un destino militar europeo -aunque lo conciba dirigido por Francia- que dejando vegetar una fuerza menor que Europa no querría usar en el Tercer Mundo sin la cobertura de Washington. Lo definitivo es que completar o competir con la OTAN desde lo europeo, no puede tener sentido mientras falte una definición política soberana de la UE. Por eso, la causalidad natural y automática para la existencia de la Alianza, su ocupación de un espacio geopolítico contra Europa, vive hoy una segunda juventud.

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