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Columna
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Amor a una ciudad

La gente que ama a una ciudad se siente inclinada a dibujar en su imaginación una idea de porvenir con sus plazas, sus árboles, sus teatros, sus salas de conciertos, sus autoridades y sus habitantes. Es decir, la gente que ama a una ciudad piensa en sí misma, y se piensa viviendo en la ciudad de sus sueños. Aunque la realidad pase luego factura y agriete las paredes con las lluvias del invierno, resulta difícil evitar en las imaginaciones un viento de perfección, un anhelo de felicidad completa. Se pone y se quita, se borra y se pinta una ciudad con sus costumbres, sus fiestas, sus periódicos, sus restaurantes.

Claro que no todo el mundo tiene una misma idea de ciudad perfecta. Muchos sevillanos piensan que el ideal de plenitud suena a banda de trompetas y cornetas, con unas calles cubiertas de azahar y penitentes, y un calendario marcado por las bendiciones de los obispos y las cofradías de Semana Santa. Otros sevillanos se acuerdan de Olavide, Blanco White, Machado y Cernuda. Algunos malagueños brindan por los suelos recalificados, las grúas oliendo a mar, los concejales olfateando maletines y la sonrisa de los constructores. Otros malagueños se enorgullecen de Picasso y prefieren los litorales de la generación del 27, capitaneada por Prados y Altolaguirre. Hay que admitir que a sevillanos y malagueños no les falta ambición, ya sea para llenar de penitentes y de bloques de pisos sus barrios, ya sea para apostar por la cultura.

La falta de ambición no tiene siempre que ver con los términos medios. Es frecuente que se identifique con la parálisis. Los términos medios son más bien las consecuencias de la realidad, la factura que pasan las lluvias del invierno sobre las fachadas de nuestras ciudades perfectas. A trancas y barrancas, los penitentes aprenden a convivir con Cernuda, Picasso con los especuladores, y todos van tirando. El problema resulta más grave cuando la falta de ambición se convierte en un manto de tristeza, de medianía insoportable, que paraliza la ciudad. Me temo que es lo que le ocurre a Granada.

Ahora que celebramos los 30 años de democracia en los ayuntamientos, el granadino sólo puede hacer un ejercicio de memoria con resultados catastróficos. En Granada hay paisanos que confunden el amor a la tierra con el panegírico exaltado, pero abundan también los que encauzan sus rencores personales para despreciar a todo lo que brota en la ciudad. Si los sevillanos deben prevenirse contra el amor exacerbado a Sevilla, es posible que el defecto de los granadinos sea el contrario, el odio a lo que intenta vivir con algo de ilusión en la ciudad. Podría pensarse que el catastrofismo en la valoración de la realidad actual de Granada es fruto también de su condición autodestructiva. Pero no es verdad. Por desgracia los datos son insoslayables.

Granada está mal, muy mal, en economía, cultura e infraestructuras. Se puede viajar por autovía desde París a Tánger, si exceptuamos el Estrecho de Gibraltar y los kilómetros demoledores de la provincia de Granada. El tren de Madrid viaja por el primer mundo mientras cruza Córdoba, Sevilla y Málaga, hasta que entra en el subdesarrollo de la provincia de Granada. Y si pensamos en la Universidad, que un día fue el motor de la cultura granadina... Si quieren, lo hablamos. Granada quiso ser capital de Andalucía, y hoy vive presa de un provincianismo hiriente. ¿Han tratado mal los políticos a Granada? Pero, ¿qué políticos? ¿Y los políticos de Granada? ¿Y los ciudadanos? Caminamos orgullosos entre estantiguas y fuentes que dan miedo. Parecemos contentos de vivir en un pueblo de quinta categoría.

Después de unos inicios deslumbrantes, Granada no ha sabido aprovechar la democracia. Ya que no pueden vivir en la ciudad de sus sueños, los ciudadanos deben procurar ahora no vivir en la ciudad de sus pesadillas.

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