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Columna
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Procesiones contra el aborto

Cuando algunos de los que vivieron la Guerra Civil en el bando perdedor contaban a uno la capacidad de provocación que tuvo la Iglesia de la discordia en los tiempos previos a la contienda, y en la guerra misma, uno llegó a pensar que se trataba de exageraciones de anticlericales trasnochados. Pero nada, absolutamente nada, recuerda más a la España del 36 que la Iglesia jerárquica de hoy; son los obispos españoles quienes fomentan radicalmente el anticlericalismo y lo hacen vigente. Buena prueba de ello es ahora, más que su oposición al aborto y a una ley que lo regule, su modo de utilizar con este fin los iconos de la tradición procesional en los que puedan converger por razones culturales sus fieles, y los que no lo son tanto o nada, para convertir la disidencia en agitación y en motivo de enfrentamiento.

Ningún cristiano activo cree que la devoción popular sea la práctica más cabal del catolicismo

Rouco Varela sabe que, haciendo uso de las procesiones para la protesta política, los obispos consiguen dar a las procesiones un sentido práctico. Manifestarse contra la ley del aborto en tiempo de crisis, llevando un trono a cuestas, supone ahorrarse gastos en manifestaciones como las de los días próximos en Madrid. En junio, en Corpus, con un tiempo buenísimo -Rouco, mitrado, en lugar de con gorra de visera- podrán ir delante de la custodia unas buenas pancartas en sustitución de los viejos estandartes eucarísticos y en lugar de cantar al amor de los amores irrumpir en gritos fervorosos contra Zapatero. Si encima tienen el privilegio que tienen de poder contar con unos números de la Guardia Civil en traje de gala, mejor que mejor, porque será la única manera de que los guardias civiles sigan manifestándose sin que Rubalcaba pueda recordarles que no tienen derecho a hacerlo. Y si además agregan a los curas de los cuarteles y al arzobispo castrense, militares sin derecho a manifestación, pagados por el erario público, miel sobre hojuelas. Y si, para colmo, les abre la carrera la Policía Municipal en traje de gala y a caballo, cedida gratuitamente por Ruiz-Gallardón, como casi siempre y también a costa de todos, pues ya saben los sindicalistas, por ejemplo, lo que tienen que hacer para el Primero de Mayo: pedir guardias civiles, municipales a caballo y militares de uniforme en sus manifestaciones. A ese boato para expresar nuestras ideas todos tenemos el mismo derecho.

Pero tal vez porque las cofradías andaluzas de Semana Santa son más centros de poder que de piedad, y capaces de ejercer una presión social que en el caso de las de Madrid sería irrelevante, no se le haya ocurrido por ahora al ordinario de esta diócesis, el más radical de todos, disponer las cintitas blancas de sublevación política contra la ley del aborto para acompañar los desfiles procesionales de la capital al modo en que van a hacerlo este año algunas hermandades andaluzas y castellanas. Que Sevilla no haya entrado en ese juego quizá se deba en buena parte al distinto talante de su arzobispo, que cultivó la tolerancia en su ecuménico trabajo episcopal en Tetuán y sabe de qué modo la Semana Santa integra en su tradición cultural a gente que durante el año no pisa una iglesia. Pero cierto es que la eficacia de cualquier protesta de la Iglesia contra el Gobierno sería mayor donde estas manifestaciones cuentan con su atractivo turístico, y las procesiones de Madrid, remedos de las andaluzas a veces, de respetable carácter pueblerino las más antiguas, nada que ver con Valladolid o Zamora ni en las del lujo recién comprado por el Opus, no son lo que se dice un reclamo como espectáculo para visitantes.

Quizá la excepción sea la procesión de Jesús de Medinaceli el Viernes Santo, pero tampoco por la brillantez del desfile, sino por el exotismo de la gente más modesta e inocente que acompaña a la imagen. Algunas personas van descalzas y la siguen más como un talismán o un objeto de devoción en sí mismo, a veces idolátrico y hasta supersticioso, que como a la representación de Cristo en la condición de anunciadores de su palabra. Ningún cristiano activo y comprometido con el cumplimiento evangélico cree que eso que llaman devoción popular, mezcla de costumbre de la tribu y de ignorancia, pero reconocida como expresión devota, sea lo que se dice la práctica más cabal del catolicismo. Pero es lógico que la Iglesia oficial comprometa a esos sus fieles más fetichistas en sus reclamaciones y protestas, ya que por su manera oscurantista de entender la ciencia y la evolución de la sociedad -no hay más que ver la forma rudimentaria en que se explicaba Martínez Camino la semana pasada, demagógica y simple- es más fácil que la entiendan esos fieles que otros que leen la Biblia y no gastan en velas.

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