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Reportaje:

El eterno ronroneo de la musa

Jane Birkin inaugura el festival que homenajea a las mujeres creadoras

Para todo hay que servir. Cualquier otro que apareciera en escena con ese pelo corto enmarañado, el chaleco gris y la corbata a medio anudar quedaría a un paso mismo del ridículo, pero Jane Birkin acumula demasiadas horas de vuelo como para incurrir en tal peligro.

Más andrógina que nunca, nuestra londinense criada en París puede meterse las manos en los bolsillos, flexionar las rodillas con gesto pizpireto y practicar esos andares suyos tan desangelados sin que el público deje de admirar su elegancia. Es lo bueno de contar con una pléyade de seguidores lo bastante entregados como para satisfacer 45 euros por una butaca en la platea del teatro Rialto. Paco Clavel, sin ir más lejos, las tarareó todas. Sin excepción.

No es que cante gran cosa, pero su estilo es sinónimo de sensualidad
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El tiempo parece jugar a favor de quien ya en 1969 triunfaba con Je t'aime... moi non plus. Nadie aseguraría de esa mujer reincidente en la sonrisa, esa muchacha que pasea con aire de colegiala despistada, hace poco cumplió 62 primaveras. Parece imposible escribir sobre Birkin sin recurrir al apelativo de musa. Ella lo sabe y le saca partido. Se deja querer, besa a sus músicos durante las presentaciones, chapurrea un castellano indescifrable entre canción y canción. Tiene a los fieles en el bote. Pero sólo a los fieles: cuesta imaginar la aparición de algún converso después de un concierto tan plano, monótono y reiterativo como el de anoche.

Birkin servía como señuelo en el arranque del quinto Ellas Crean, una apuesta cada vez más ambiciosa de los ministerios de Igualdad y Cultura para saludar la creatividad femenina y la llegada de los aires primaverales. Nadie le discutirá el pedigrí a la ex compañera de Serge Gainsbourg, pero su permanente apelación a la candidez puede terminar con la paciencia hasta de los hombres de buena voluntad. Seducen la ternura y la inocencia, de acuerdo, pero tan redundante apelación a la ingenuidad parece a ratos la banda sonora para un manual de autoayuda. Cuando creíamos haberlo visto todo, la Birkin aún tuvo tiempo de canturrear entre el público mientras mecía un paraguas de lucecitas. El paseo aconteció, eso sí, por la platea y el anfiteatro, para que todo resultara más igualitario.

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Un cuarteto sobrio, aburrido y paritario (como corresponde) acompañaba a la gran dama. La escenografía era escueta, pero, ay, esas cuatro enormes bombillas de filamentos habrían puesto de muy mal humor al ministro Sebastián.

Jane no necesita mucho más ropaje para su música elemental. No es que cante gran cosa. Incluso podría discutirse si lo suyo es canción o un ejercicio recitativo con tenues entonaciones puntuales, pero ese ronroneo eterno y perezoso acumula cuatro décadas como sinónimo de sensualidad. Así son las cosas.

La velada transcurrió entre el recuerdo a Gainsbourg, maestro de la chanson galante, pícara y decadente, y las canciones de Enfants d'hiver. Su más reciente entrega es un disco confesional (y autocomplaciente) sobre la nostalgia de una niñez siempre inaprensible.

El discurso puede resultar a ratos entrañable y permite esbozar muchas de esas características sonrisas soñadoras, pero será difícil convencernos de su originalidad. Tanto da. A fin de cuentas, nadie dijo que las musas tuvieran entre sus costumbres la de complicarse la vida.

La cantante francesa Jane Birkin, en un momento de su actuación en el teatro Rialto.
La cantante francesa Jane Birkin, en un momento de su actuación en el teatro Rialto.CLAUDIO ÁLVAREZ

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