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Columna
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La clase

Todos no somos profesores, pero desde luego somos o hemos sido alumnos. Todos hemos participado en las diversas ceremonias de la enseñanza y el aprendizaje, aunque es probable que no hayamos meditado mucho sobre sus misteriosos mecanismos. Ahora el (buen) cine nos proporciona una oportunidad de observar, a través de una mirilla privilegiada, el desarrollo de una clase con una veintena de alumnos de catorce o quince años, a lo largo de un curso académico. Estoy hablando de La clase y, desde luego, les recomiendo que vayan a verla antes de que desaparezca de los cines. No me cabe duda de que interesará a los profesores, a los padres de adolescentes y a cualquiera que tenga una mínima inquietud humanista

La película, dirigida por Laurent Cantet, está protagonizada por François Bégaudeau, autor del libro que da origen al guión y que se interpreta nada menos que a sí mismo: un joven profesor de lengua francesa en un instituto multirracial, microcosmos de la Francia actual, aunque con pequeñas variaciones retrataría igualmente cualquier otro instituto contemporáneo (público, al menos) del ámbito occidental. Sin salir apenas de entre los muros de las aulas, el espectador asistirá a una especie de partido de tenis dialéctico. A la izquierda de la pantalla, un profesor que intenta desarrollar lo mejor posible su labor educadora; a la derecha, unos alumnos que exploran otras vías de escape y diversión. Un pulso permanente que no tiene un claro ganador.

Otro profesor de instituto (esta vez de Madrid), José Sánchez Tortosa, escribió recientemente un estupendo libro (El profesor en la trinchera. La Esfera de los Libros), donde relata ese mismo ambiente, protagonizado por la tiranía de los alumnos (y en muchos casos, por los padres que los apoyan) y las frustraciones de los profesores. La cuestión no es sólo que éstos hayan perdido parte de la autoridad de la que gozaban anteriormente, sino que, en muchos casos, la hayan perdido completamente. Como modelos de conducta para los jóvenes de hoy, en comparación con las estrellas de la tele, la música o el deporte, los profesores "deben de estar en el último lugar, sólo superados, tal vez, por los curas y los árbitros de fútbol", afirma el autor. El profesor se ha convertido en tan humano y tan cercano que sus supuestos defectos a menudo suelen ser aireados alegremente en el aula. A veces resulta invisible (cuando entra en el aula nadie le hace caso, como si no existiera), a veces un bufón, a veces un enemigo, a veces un "fascista".

Esa autoridad que ya no se da por supuesta, ha de ganársela. La clase expone entre otras cosas esa nueva situación, impensable unas décadas atrás. Propone igualmente un tipo de profesor que algunos considerarán, tal vez, demasiado dialogante. Su tarea, como reza el viejo dicho, sin embargo, nos incumbe a todos: "Para educar a un solo niño se necesita a toda la tribu".

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