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LA COLUMNA
Columna
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La gran inundación

Josep Ramoneda

"El problema no es nuestro, sino de la economía". Esta frase es de un portavoz de la Confederación de Cajas, pero podría ser perfectamente de cualquier responsable económico o político. Es la mentalidad con que unos y otros han afrontado la crisis. Los responsables económicos -especialmente del mundo financiero, principal causante del desastre-, para eludir las enormes responsabilidades contraídas. Los responsables políticos, para disimular su impotencia, su incapacidad para regular y controlar los desmanes del dinero y para liderar con autoridad la difícil travesía de la recesión.

Desplazar el problema sobre un ente abstracto llamado economía que carece de nombre, apellidos, domicilio o razón social consagra la irresponsabilidad como un vicio sistémico. Pero en el fondo responde a una concepción muy arraigada de la economía, que encuentra en metáforas utilizadas con escaso rigor, como la mano invisible, la coartada teórica para justificar cualquier comportamiento de los actores económicos. Esta concepción de la economía, acompañada de un discurso de descrédito permanente del Estado, como si se tratara de deslegitimarlo para regular y sancionar, ha contribuido poderosamente a la cultura de impunidad. Uno de los productos de esta cultura ha sido el mito de los independientes. Los directores de los bancos centrales y de los organismos reguladores tenían que ser personajes independientes del poder político, por supuesto. Pero poco importaba que provinieran del poder económico y volvieran a él cuando terminaba su gestión. Con las cartas tan marcadas no es extraño que ahora sean los propios pecadores los que pretendan imponernos la penitencia. Los sindicatos tienen toda la razón cuando dicen que el origen de esta crisis no está en el mercado laboral y que no es aceptable que se haga pagar a los trabajadores las frivolidades de otros.

Con todo, lo más irritante es que el poder político esté tan impregnado de este discurso que atribuye la crisis al poder demoledor de un ciclón llamado economía. El presidente del Gobierno, que desde las primeras turbulencias ha tenido la actitud defensiva del marido que se siente señalado por su mujer y finge no saber muy bien de qué es culpable, ha encontrado en la gran tormenta americana la coartada permanente para su imprevisión. El pasado lunes, en televisión, reiteró un mensaje de paciencia y esperanza como única fórmula para cruzar el oscuro túnel de 2009. Esta actitud resignada contrasta con el entusiasmo con que, en tiempos bien recientes, proclamaba sus éxitos económicos. Cuando las cosas van mal, es el fatalismo de la economía; cuando van bien, es gracias a las políticas del presidente. La oposición, que, a pesar de las torpezas del Gobierno, no ha encontrado el tono para tomar la iniciativa en ningún momento, monta una conferencia para relanzar su mensaje, y su presidente, Mariano Rajoy, pone como ejemplo ante los suyos a tres voluntarios de un comedor social. Compasión y solidaridad como forma de respuesta a la gran inundación.

Con esta mentalidad tan deprimida, ¿cómo pueden los políticos hacer entender a los banqueros que el flujo de dinero es necesario para que la sociedad viva y que, por tanto, tienen exigencias de servicio público, como las tienen las empresas de agua o de electricidad? Me gusta la ironía del Financial Times: señores banqueros, si han sido rescatados con dinero público no es porque les amemos, sino porque les necesitamos. O sea, obren en consecuencia.

Y, sin embargo, el fatalismo se puede combatir. Lo ha demostrado Obama levantando a la sociedad americana de su frustración. Su ofensiva económica contiene un enorme plan de medidas inmediatas contra la crisis, pero también una apuesta por una nueva economía energética y tecnológica que mira a medio y largo plazo, pero con un calendario que lleva sello de urgencia. Mientras, en España, las buenas palabras de Zapatero, que en tiempos de bonanza bastaban para contentar a la ciudadanía, resultan ahora muy marchitas. Y el coraje que el presidente exhibió para estar en la reunión del G-20 desapareció una vez conquistada la silla. El PP, en vez de aparecer como alternativa, se desacredita en una miserable lucha interna por el poder y el dinero. Así estamos cuando las cifras del paro avisan de que la crisis económica está a punto de convertirse en una crisis social de envergadura. ¿Tienen pensada alguna cosa más que enviar a la Guardia Civil cuando la conflictividad estalle? -

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