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Columna
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El síndrome del Rey Mago

Esta semana han continuado las entrevistas de Rodríguez Zapatero con los presidentes de las comunidades autónomas iniciadas antes de la pausa navideña con el propósito de discutir el nuevo modelo de financiación autonómica. El vicepresidente Solbes había dado ya a conocer el penúltimo día del año las grandes líneas -aunque sin cuantificar- del proyecto. El aumento del dinero transferido desde la Administración central y la creación de nuevos fondos destinados a satisfacer a las comunidades descontentas constituyen los grandes atractivos de la propuesta.

El azaroso proceso, siempre improvisado y a veces algo irresponsable, del tránsito desde el Estado rígidamente centralizado heredado del franquismo hacia una variante abigarrada de Estado compuesto -en busca todavía de una estructura territorial estable y de una denominación universalmente admitida- explica en buena medida los problemas de funcionamiento y de financiación del puzle autonómico. Sólo la ambigüedad conceptual, la imprecisión terminológica y el principio dispositivo para la creación de comunidades autónomas permitió a las Constituyentes superar retóricamente las contradicciones existentes entre el nacionalismo soberanista vasco o catalán y el unitarismo tradicional del Grupo Parlamentario Popular (la mitad de cuyos diputados no votó la carta de 1978 por ese motivo).

La Administración central está siendo percibida como el antipático cobrador del frac

Bautizado folclóricamente como "la Cámara de representación territorial" de las Cortes Generales, el Senado quedó degradado al subordinado papel de órgano de segunda lectura de las leyes aprobadas por el Congreso, en vez de ser el espacio de negociación entre unas comunidades cuyo nombre y número exactos se desconocían en 1978. En el ámbito de la financiación, la senda abierta a Euskadi y Navarra por la Disposición Adicional Primera concedió a esos territorios un régimen fiscal cuasi soberano. Las 15 comunidades restantes recibirían de la Administración central las transferencias de tesorería necesarias para ejercer las competencias de sus respectivos Estatutos. Pero a medida que las autonomías fueron ampliando su esfera de actuación, el sistema inicial resultó insuficiente. A falta de una nítida contraposición entre los impuestos estatales y los impuestos autonómicos, la cesión a las comunidades de un porcentaje siempre creciente o incluso de la totalidad de algunos instrumentos recaudatorios tradicionales de alcance general confirmó en la opinión pública la primitiva idea de que la Administración central es el antipático cobrador del frac y el presidente autonómico un Rey Mago.

La reforma de los Estatutos de Cataluña, Comunidad Valenciana y Andalucía durante la anterior legislatura ha convertido en un compromiso ineludible del Gobierno la oferta de un nuevo modelo de financiación. La propuesta deberá dar satisfacción a las comunidades ricas y a las pobres, abstracción hecha de que se hallen controladas por socialistas, populares, nacionalistas o regionalistas. Los criterios para establecer la cuantía de la financiación no estarán dictados por las ideologías de los partidos sino por las necesidades de cada territorio, que defenderá, a su conveniencia, variables tan distintas como la cifra de habitantes, la superficie geográfica, la dispersión rural, el envejecimiento de la población, la emigración, el crecimiento demográfico, la insularidad o el hecho diferencial de la lengua. La complejidad técnica de las negociaciones con los gobiernos autonómicos -tomados uno a uno o en su conjunto- suele envenenarse con la diabólica espiral emulativa de los agravios comparativos (una modalidad tribal de las envidias personales) entre territorios atizada por los partidos. La habitual sobreactuación verbal de las distancias existentes entre las aspiraciones maximalistas autonómicas y las parsimoniosas contraofertas gubernamentales será más difícil de negociar dada la profundidad de la crisis económica.

La abstención parlamentaria del PP frente a la propuesta socialista de canalizar a través de los ayuntamientos -cualquiera que sea su color ideológico- inversiones por importe de 8.000 millones de euros para combatir la crisis ilustra los problemas que aguardan a los presidentes autonómicos -en su doble condición de gobernantes de sus territorios y de líderes regionales de sus formaciones políticas- cuando el interés de la comunidad y el interés del partido se contradigan. Así ocurrió con la reforma de la financiación autonómica patrocinada en 2001 por el PP, de la que se desengancharon inicialmente las comunidades de los tres tenores socialistas. Y así está sucediendo ahora con las desabridas críticas de Rajoy y Montoro a la buena acogida dispensada a la propuesta gubernamental por los presidentes populares de Valencia y de Madrid. Constituyen una novedad, en cambio, los enfrentamientos -sordos o a la luz del día- entre el presidente socialista de la Generalitat y el Gobierno de Zapatero, del que Montilla fue ministro durante la anterior legislatura.

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