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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Las canciones del Gran Bilbao

Diego A. Manrique

La mente es así de literal. Mientras leía el abrumador Lluvia, hierro y rock & roll: historia del rock en el Gran Bilbao (1958-2008), no se me iba de la cabeza Bilbao song, creación de Kurt Weill y Bertolt Brecht que se estrenó en 1929 con más pena que gloria y que, con el tiempo, se convertiría en un clásico.

Igual que el propio rock de Bilbao. El libro, que firma Álvaro Heras Gröh y que publica Ediciones Sirimiri, intenta aclarar los misterios del tardío florecimiento del rock en la capital industrial de España: en los años sesenta y setenta no trascendió nada del pop bilbaíno, con la breve excepción de Los Mitos.

Aunque lo tenía todo a su favor: circuito para actuar, radios simpatizantes, cercanía a Francia e Inglaterra, relativa prosperidad económica. La aridez creativa sólo puede explicarse por una sociedad impermeable a las tímidas revoluciones culturales que las guitarras eléctricas traían de contrabando, que controlaba estrechamente las actividades (e incluso, los sueños) de los jóvenes.

Esta ciudad parecía impermeable a la tímida revolución cultural del rock

Heras Gröh ha optado por una definición purista de rock, dejando fuera a la parroquia bilbaína del folk, rica en propuestas, tanto de raíces anglosajonas como de querencias autóctonas. No se me rían: antecedentes folk tenían incluso Mocedades, la máxima exportación musical de Bilbao en aquellas décadas.

Ese panorama de sometimiento al mercado más convencional se quiebra en los años ochenta. De golpe, la ciudad se incorpora a las tendencias del momento, con una increíble eclosión de grupos new wave, rockabilly, heavy metal y, sobre todo, punk. Bilbao entró en la modernidad a palos: se rememoran, con curioso orgullo, brutales tanganas entre tribus urbanas.

Se hizo presente el rock de la orilla izquierda del Nervión, proletario y rabioso. Heras Gröh describe las canteras de Baracaldo, Santurce o Sestao, forjadas en las tensiones de la reconversión industrial y la violencia política. Pero también prosperó el Getxo sound en una zona adinerada: El Inquilino Comunista se permitía rechazar la oferta de una multinacional, quizás no tanto por militancia indie como por la renuencia a profesionalizarse.

El rock bilbaíno adquirió poder de convocatoria, circunstancia que no pasó desapercibida a Herri Batasuna y al Partido Nacionalista Vasco. HB desarrolló la campaña Martxa eta Borroka (Marcha y Lucha), que potenció el llamado rock radical vasco en detrimento de otras iniciativas sonoras. El Ayuntamiento (PNV) usó el palo y la zanahoria: mientras ejercía el rigor contra bares y locales okupados, financiaba espacios de ensayo, un potente concurso, una revista musical y una sala (Bilborock).

Lluvia, hierro y rock & roll dedica capítulos a la omnipresencia de las drogas y la destrucción de Eskorbuto. Entre los testimonios recogidos, no falta la especie de que aquello fue una jugada del poder (estatal, naturalmente) para desmovilizar a los sectores más inquietos. La misma excusa, deberíamos mencionar, que utilizaba ETA para asesinar a desdichados camellos y reventar locales.

No obstante, esta historia tiene final risueño. Del Casco Viejo procede el rockero español actualmente con mayor tirón, Fito Cabrales. La misma ciudad supo regenerarse y, como cantaban los gánsteres de Bilbao song, cuesta reconocerla (very bourgeois, very bourgeois). A diferencia de ellos, Bilbao no puede permitirse la nostalgia.

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