_
_
_
_
_
Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Neutralidad pendiente

En la polémica sobre el crucifijo en las escuelas algunos olvidan lo esencial: un Estado de derecho que se precie ha de ser neutral en lo tocante a creencias religiosas. O se inhibe o da a todos en proporción a su peso

Jorge Urdanoz Ganuza

La reciente decisión judicial que ordena retirar los crucifijos de un instituto público ha vuelto a destapar una cuestión que comienza a perder los contornos terminológicos que posibilitan abordarla. Aunque está bastante claro qué significa que un Estado sea confesional (Arabia Saudí o la España franquista son buenos ejemplos), ciertos enfoques van a acabar logrando que no lo esté qué etiqueta otorgar al Estado que no lo es. Según parece, un Estado no confesional podría ser -además de "laico", que es el nombre sencillamente correcto- "aconfesional" y "laicista". Encantados con la idea, algunos no han tardado en añadir también cosas como laicidad-flexible o incluso laicismo-rabioso, que ahí es nada. ¿Cómo aclararse?

La verdadera noticia no es que se retirara el crucifijo, sino que siguiera estando en una escuela pública
La imparcialidad del Estado no es cosa de la izquierda, sino de la Ilustración y del liberalismo auténtico
Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Abandonemos de momento ese lodazal denominativo y vayamos a la cuestión central: un Estado de derecho que se precie ha de ser neutral en lo tocante a las creencias religiosas. De este acuerdo básico sólo discrepan unos pocos que, como Jiménez de Parga, tienen a bien celebrar que "el muro de Jefferson haya caído, como hace unos años cayó el muro de Berlín" (Abc, 28 de mayo de 2008). El muro es, como es sabido, la imagen que utilizó Jefferson para formular la doctrina de la separación entre Estado y religión. Pero tal postura -sorprendente en alguien que ha presidido nuestro Tribunal Constitucional- no sólo es falsa en cuanto percepción, sino premoderna en cuanto posicionamiento, así que nada pasará si la orillamos.

Lo habitual es esgrimir un razonamiento más intrincado. Muchos reconocen que el Estado ha de ser neutral, pero añaden que tal neutralidad es imposible de lograr del todo en una sociedad religiosa. Ese argumento remite a una casuística en la que merece la pena detenerse. Los mecanismos fundamentales para garantizar la neutralidad parecen ser sobre todo dos. El primero, la inhibición, consiste en que el Estado no se acerque al tema religioso, no lo plantee, no lo roce siquiera. Nadie me pregunta por mi religión cuando voy a sacarme el DNI, ni cuando acudo a un hospital público. El Estado se inhibe. Su función es organizar, nunca adoctrinar en una u otra fe.

En las escasas ocasiones en las que el Estado no puede inhibirse, ha de postularse el segundo mecanismo, la inclusión proporcional. Para no lesionar ninguna creencia, toca incluirlas todas en proporción a su presencia social. Es el caso de los nombres de las calles. En España todo santo católico tiene su calle, pero, aunque en menor medida, tienen también sus calles ateos, protestantes o musulmanes. Lo mismo ocurre con los edificios monumentales históricos que el Estado subvenciona. Se trata de procesos que -salvo sociedades muy enfermas de fanatismo, lo que no es el caso- se producen de modo espontáneo, como un fiel reflejo de la pluralidad social.

Estos dos mecanismos posibilitan una falacia que consiste en saltar desde los singulares casos en los que el Estado no tiene fácil inhibirse (y ha de incluir a todos), hasta la conclusión de que es inevitable la presencia de la religión (católica) en todos los ámbitos oficiales en los que se plantea su pertinencia. En tal improcedencia lógica caen no pocos supuestos defensores de la neutralidad del Estado. Y aquí, claro, el citado lodazal denominativo actúa como de encargo para aumentar la confusión.

Unos dicen "laicismo" donde quieren decir sencillamente "ateísmo", y sobre ello volveremos. Otros hacen una cosa un tanto rara con el término "aconfesionalidad". En vez de definirlo con el diccionario, lo definen remitiéndose a lo que hay aquí y ahora en España. Lo aconfesional es esto que tenemos, aducen. Logran así no parecer preilustrados en el terreno del discurso ("¡defendemos la aconfesionalidad!"), pero lo son en el de los hechos, al mantener todas las prebendas que tiene concedidas la Iglesia católica entre nosotros ("bueno... es que defendemos esta aconfesionalidad, no otra"). Pero hay que exigir un mínimo de rigor en el uso de los conceptos, porque sin eso toda deliberación razonable nace muerta. Si alguien dice que es ateo pero cristiano, algo falla. Si alguien dice que un Estado es aconfesional pero tal Estado ofrece sus mismas entrañas -la declaración del IRPF, nada menos- a una y sólo a una confesión, algo falla igualmente.

Si de veras se cree en la neutralidad, entonces el caso del crucifijo es de los de manual. Imaginemos la pared del instituto, un espacio sin duda público. Las opciones son dos: inhibirse, dejando la pared desnuda, o dedicar proporcionalmente los días de escuela a cada credo, según corresponda. Supongamos un 60% de los días la cruz, otro 5% la estrella de David, otro 5% Mahoma y un 30% para ateos y agnósticos (con fotos de Nietzsche y Tierno Galván, por ejemplo). Estas son las dos únicas opciones que tratarían a todos por igual, a no ser que alguien haya descubierto recientemente otra para la historia de la Teoría Política. Ambas resultan igualmente respetuosas e imparciales, pero la segunda suele ser más bien inviable. Y de manual son también otros casos hermanos: los profesores de religión, los capellanes militares, la casilla en el IRPF, etcétera. Un Estado neutral tiene que inhibirse o dar a todos en proporción; y, si no, no es neutral.

La noticia no es por tanto que retiren el crucifijo de una escuela pública, sino que durante 30 años haya sido constante y obligatoria su presencia ¿Por qué despierta tanto alboroto una decisión tan obvia si de verdad se asume la neutralidad del Estado? Tres razones despuntan.

La primera, la indigencia de nuestra tradición liberal. La neutralidad del Estado no es cosa de la izquierda, sino de la Ilustración y del Liberalismo. Y en el centro de la doctrina liberal lo que impera es la protección de ciertos derechos, derechos que se blindan constitucionalmente para protegerlos de posibles mayorías que podrían quizás cercenarlos. Esto, que es el abecé de la teoría política, se torna caricatura grotesca en manos de nuestros pretendidos liberales del PP que, lejos de enfocar la cuestión del crucifijo como lo haría cualquier liberal -es decir, llevando a primer término los derechos de la minoría, de esa minoría extrema que es el individuo, aunque no sea católico- enfocan la cuestión al mejor estilo colectivista y vienen a dar en defender nada más y menos que la aplicación de la regla de la mayoría en un caso de libertad religiosa. Que la minoría aguante su vela y que estudie bajo la señal de la cruz. Nacionalcatolicismo, como se ve, con un tenue barniz democrático. Y sin contrapeso, además, entre nosotros, habiendo renunciado el PSOE a defender ciertos principios básicos a cambio del consabido plato de sufragios.

La segunda razón es la injustificable postura preconciliar -es decir: premoderna- de la jerarquía católica española. "Jerarquía", porque la Iglesia es otra cosa, y colectivos hay en su interior para los que el verdadero cristianismo es incompatible con el BOE. "Católica", porque el resto de las iglesias lo que anhelan es que el Estado sea laico, claro, pues saben que tal disposición lo que hace es precisamente garantizar la libertad religiosa, y en absoluto promover el ateísmo o el relativismo, como nos venden desde la Conferencia Episcopal agitando ese espantajo falaz del "laicismo". ¿Cómo va a ser ni remotamente ateo algo que anhelan todas las iglesias menos una? Y "española", porque resulta que allá donde el catolicismo es minoría (en el norte de Europa, en los países musulmanes, aquí en los Estados Unidos, etcétera) los obispos de Roma son los mayores adalides de la neutralidad del Estado. Hermoso doble rasero.

Y esas dos razones explican a su vez la tercera, que no es otra que la deplorable expresión que adoptó aquí nuestra Constitución: "Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones", que es como decir, en una licitación pública, que "ninguna empresa estará favorecida, pero el Ayuntamiento tendrá en cuenta la realidad económica y mantendrá las consiguientes relaciones con la Constructora López... y con las otras". Todo, en efecto, muy neutral.

Jorge Urdánoz Ganuza es doctor en Filosofía, Visiting Scholar, New York University.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_