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Columna
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Mutaciones regresivas

El asesinato de Ignacio Uria revela la carcoma que se esconde detrás del ecologismo radical. Y eso que criticar el ecologismo es antipático, ya que forma parte del pensamiento dominante y el pensamiento dominante nunca tolera un contrapunto. Por eso, el instinto de supervivencia dicta contra quién o contra qué es posible meterse con soltura y contra quién o contra qué es mucho mejor callar. Como dijo Charles Peguy, nunca sabremos cuántos actos de cobardía han sido motivados por el temor a parecer insuficientemente progresista.

El carácter no objetable del ecologismo lo ha convertido en herramienta de los enemigos de la democracia. El irresistible aumento de la prosperidad en Occidente dinamitó hace tiempo la lucha de clases y lleva camino de hacer lo mismo con su versión geográfica: las diferencias Norte-Sur. Por eso ha sido necesario inventar un tercer artefacto dialéctico: la raza humana enemiga de la naturaleza. Pero no hay que preocuparse; es una nueva excusa: cuando la fuerza de los hechos se imponga, por tercera vez, sobre los augurios catastrofistas, se alzará el cuarto teatrillo: la Tierra, enemiga de la galaxia.

La intervención de ETA no conviene: curioso argumento utilitario para idealistas tan aéreos

El ecologismo se acomoda a las ventajas de toda idea hegemónica: en su versión moderada o en la más extravagante, vive a salvo de críticas. Uno oye la palabra "ecologismo" y se pone más firme que un recluta. Uno escucha por la radio "sostenible", "alternativo", "medioambiental", "comunidades locales" o "Pacha-Mamma" y deja de pelar patatas, se quita el delantal y entona himnos sostenibles. Si no es por Lenin, que sea por las mofetas.

Lo que no es sostenible es el documento que, tras un indigno silencio, difundía la Asamblea contra el TAV (del magma AHT Gelditu) esta misma semana, documento en que se retrata con sobrecogedora exactitud. En dos folios asoma una sola frase sobre ETA. Es la siguiente: "Exigimos a ETA que no intervenga en este conflicto". Ni rastro de cuestionamiento ético: sólo la evidencia de que la intervención de ETA no conviene. Curioso argumento utilitario para idealistas tan aéreos. En coherencia con la inmoralidad nazi y comunista, esta gente se halla a salvo de todo vestigio de debilidad cristiana, de todo escrúpulo o reparo: ETA no debe intervenir por razones de eficacia. Ni un vago alegato teñido de humanismo. Ni una sola palabra, por retórica que sea, de pesar o de respeto a una familia destrozada. Ni una palabra, en fin, para el asesinado, que pasa por el documento con una extraña ligereza deambulatoria (quizás porque Ignacio Uria, se nos recuerda, era un "copropietario"). La sociopatía ecologista defiende un sistema de valores pasado por la turmix. El documento no impone a ETA ni un infinitesimal reproche, pero el furibundo reproche asambleario sí encuentra otros culpables: el desarrollo, la producción energética, las empresas, los coches, la policía, las cárceles, los estados, los partidos políticos, los medios de comunicación,...

La insensatez de propugnar una sociedad preindustrial; el odio patológico a la democracia liberal; la indiferencia ante la vida humana: la grave hipocresía de querer imponernos una economía de subsistencia, pero no ver el momento de mudarse ellos solitos a la punta del Anboto; el desánimo de comprobar cómo la evolución humana experimenta aberrantes mutaciones regresivas, confieren a este conflicto el aspecto pringoso de un potaje. Y si alguien tenía dudas acerca de lo que nos jugamos con el tren de alta velocidad debería olfatear la deyección asamblearia: de ella emana un hedor que aterroriza.

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