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DON DE GENTES | OPINIÓN
Columna
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Pasad la escobilla

Elvira Lindo

Tengo el discutible honor de vivir en la calle con los rótulos más feos de Madrid. Y hay competencia. No diré el nombre porque tampoco quiero que se convierta en una atracción turística pero, como persona viajada que soy, les aseguro que es difícil superar tal grado de ignominia visual. En España, país de sordos y ciegos, alguien decidió, hace ya años, que el ruido formaba parte de nuestra identidad cultural y que los comerciantes hicieran de su capa un sayo y aterrorizaran a las personas sensibles con carteles chillones que anuncian pollos asados, ropita de niño en tiendas llamadas El Pequeño Froilán o La Ropa de Nachete, o esa cafetería, Alto Copete, anunciada con letras fosforescentes, en la que por Navidad ponen un pulpo en el escaparate adornado con un espumillón que le recorre los cráteres. Mi calle es horrenda, eso a mí no se me discute. A los rótulos hirientes se unen los pivotes para que los conductores no aparquen, porque vivimos en un país en el que, si a los conductores no les pones pivotes, conducen por encima de las aceras. Dichos pivotes trajeron amargas consecuencias para el peatón que, confuso por los espantosos rótulos, chocaba con ellos. Son numerosas las roturas de rótula e incluso, en hombres bajitos, lesiones irreversibles en sus partes. A los pivotes se unieron los chirimbolos, a los chirimbolos, unas pantallas publicitarias tremebundas que ocupan la mitad de la acera y tienen la dudosa gracia de exhibir anuncios cambiantes. Dirán ustedes que las aceras de mi calle deben de ser inmensas para que quepa tanto mobiliario urbano. Pues se equivocan, amigos. Las aceras de mi calle son raquíticas, como ocurre en casi todo el viejo Madrid, así que los ciudadanos, siguiendo la vieja teoría darwinista de adaptación al medio, han aprendido a andar ligeramente ladeados, lo que le da a mi calle un cierto aire egipciaco, de pergamino cañí. ¿Acaba ahí la cosa? Ni hablar del peluquín. Mi calle, no entiendo por qué, es una de las preferidas por esos artistas de vanguardia que son los graffiteros. Ellos pintan de noche y, una vez por semana, hay un tío en la calle con un mono, un cubo de agua y un cepillo, rascando las paredes y, diciendo por lo bajo pero para que se oiga, "me cago en su puta madre". Del graffitero, se entiende, no del peatón, sólo faltaría. No deja de asombrarme la actividad implacable de estos artistas. Una vez que ven limpia una pared vuelven a perpetrar en ella otra obra de arte. No se desaniman. Imaginemos que encima les pagaran. A estos tíos les pagas lo que se ha gastado Barceló en cafés mientras pintaba la célebre cúpula y te rellenan cinco cúpulas de cinco salas de alianza de civilizaciones. Y con un spray, que no sólo es más barato sino que, a mi humilde entender, tiene menos riesgo laboral, porque no dejo de pensar en el inevitable estrés de los diplomáticos hablando de paz mundial bajo esas estalactitas chapapotescas. Es en esos momentos cuando me alegro de no ser diplomática. Yo un día participé en una tertulia en la radio en la que se hablaba de graffitis. Al parecer, el Gobierno Vasco quería incentivar el graffiti en euskera, peor aún, subvencionarlo. Confieso que antes de verme afirmando (soy capaz) que el graffiti es una expresión artística tan honorable como cualquier otra, me disculpé diciendo que me sentía indispuesta y me fui un rato al baño, para no decir una tontería de esas que luego te afean en casa. Encima de la cisterna una compañera, que creía en el graffiterismo con mensaje, había escrito: "Pasad la escobilla, coño, parece mentira que seáis mujeres". Créanme si les digo que, en principio, no tengo nada en contra del graffiti, siempre que se efectúe en lugares por donde, a ser posible, yo no pase. O sea, mi calle. Pero no sólo es mi calle, la pobre, es que todo Madrid está graffiteado. A lo mejor el Ayuntamiento tiene una partida para subvencionarlo, porque si no, es que no me explico. El caso es que un investigador holandés llamado Kees Keizer ha realizado un estudio que relaciona la suciedad ambiental con la proclividad al delito. Se basaba en un hecho probado: la desaparición de las pintadas en el metro de Nueva York trajo una rebaja considerable de los delitos menores. Ya, ya sé que Fiebre del sábado noche no sería la misma sin los graffitis pero tampoco nosotros somos Tony Manero. Nuestro concienzudo observador, el doctor Keizer, utilizó un callejón como base para sus experimentos. En dicho callejón se aparcaban bicis. Cuando los usuarios se marchaban, nuestros estudiosos ponían folletos en los manillares. En la pared había un cartel que decía: "Prohibido echar papeles al suelo". Bien, pues si la pared estaba graffiteada, los ciudadanos tiraban el folleto al suelo; si estaba limpia, lo tiraban (mayoritariamente) a la papelera. Éste es un ejemplo entre muchos que le sirvieron a este holandés para concluir que la suciedad y la confusión visual traen como consecuencia un relajo en la educación ciudadana. Y eso concluye Keizer sin haber visto mi calle, que tiene más mérito.

Madrid está 'graffiteado'. A lo mejor el Ayuntamiento lo subvenciona; si no, es que no me explico
No dejo de pensar en el estrés de los diplomáticos hablando de paz bajo las estalactitas 'chapapotescas' de Barceló

Si los graffiteros tuvieran alguna queja sobre este artículo, que escriban al doctor Keizer (Universidad de Groningen). Una, de momento, ya tiene bastantes frentes abiertos.

Un joven pinta con aerosoles en un parque de Madrid.
Un joven pinta con aerosoles en un parque de Madrid.ÁLVARO GARCÍA

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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