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Columna
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El sitio del corazón

No habrá de ser faena lo que le falte a Barak Obama. Hay en su victoria algo de ese aroma de la proclamación de la República española destinada a cambiarlo todo, y también algo, aunque con menos temores por lo que pueda pasar, de la primera ascensión de Felipe González a los cielos del poder. Se trata del entusiasmo. George W. Bush se jubilará como conferenciante de lujo impartiendo lecciones a cien mil dólares por hora sobre todo aquello de lo que jamás entendió nada, tarea consolatoria en la que bien podría acompañarle José María Aznar haciendo risas, o risotadas, a la manera de Los Morancos o de los dúos cómicos arrevistados. El tal Bush se saldrá de rositas respecto de la desolación que ha causado, lo mismo que José María Aznar (y ahí no hay Garzón ninguno autorizado a judicializar las alegres tropelías), pero, por volver a lo que importa, un Barak Obama que ha proclamado la necesidad de atender a quienes carecen de seguro médico, de satisfacer las demandas de la vejez o de la soledad indeseada, de comprender cabalmente lo que significa un embarazo ocasional en la adolescencia y, en resumen, de que una de las más importantes tareas de gobierno consiste en crear redes institucionales de ayuda a quien más las necesitan, no lo va a tener nada fácil.

Lo que queda de los revolucionarios de izquierda dirán que se trata de que todo cambie para que todo siga igual, incluso asistiremos al gran espectáculo de la sociología mediática sugiriendo que estamos ante una escenificación de problemas cuyas soluciones carecen de remedio. Pero es preciso que no decaiga el entusiasmo, aunque contemple objetivos que, para quien no padece sus consecuencias, pueden ser mínimos. Por las cadenas televisivas circula un excelente documental sobre Enron, aquella gigantesca empresa de nada que terminó en la quiebra despidiendo a más de veinte mil empleados, y ahí se ve a sus directivos, sobre todo al jefe principal, muy Armani él con su sonrisita de listillo y el riñón bien abrigado, que dimitió de sus funciones seis meses antes de la quiebra para comprarse con las stock options una isla de nada en el Caribe donde disfrutar de lo que debe tomar por algo parecido a la vida, ajeno en todo a las desdichas de las vidas concretas que destrozó para siempre, como un Juan Villalonga todavía más desenvuelto. Solamente con que Barack Omaba consiguiera liquidar esas desvergüenzas podríamos darnos con un canto en los dientes, porque nada desanima más que el éxito inmotivado de quien te lleva de pronto a la ruina y opta por vivir a lo grande a costa de birlar miles de millones de fondos de pensiones a los ancianos que carecen ya de la energía suficiente para decidirse a estrangularlos.

No sé si Barack Obama conseguirá esa hazaña o si poco a poco todo será reabsorbido por el baúl de los recuerdos de lo que pudo ser y no fue. Pero confío en el poder del entusiasmo. Aunque parezca socialmente estéril, pone en valor la vida de las personas, sus objetivos vitales y sus recuerdos, y de ese capital nace, como dijo el poeta, ese fusil sin ojos que os buscará un día el sitio del corazón, ese lugar temible y apasionado, esa tierra de nadie que antes o después es ocupada por la voluntad y el coraje de quienes saben que las cosas son mejorables y se ofrecen como protagonistas o para echar una mano. Con todo el entusiasmo y la determinación que semejante tarea exige.

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