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Columna
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Lo que se lleva el tiempo

Ha pasado, como todos los años, la ventolera floral de la conmemoración de los muertos. Los tantos cementerios que hay en Madrid apenas han sufrido la crisis y mantienen el tipo de amor, recuerdo y respeto hacia lo que se han ido. Me da pavor y escalofrío estético la inmensa llanura de la Almudena, con sus millares de lápidas, entre las que se mueve gente, mayor en general, con los ramos de claveles o crisantemos para que se pudran y sequen en unos días. Las viejas y antaño recoletas sacramentales fueron habilitadas en tiempos de grandes epidemias, cuando enterrar a los difuntos era una urgencia sanitaria y en las iglesias no cabía tanto cuerpo lacerado.

Tuve a mis padres sepultados en el cementerio del Este, en régimen de sepultura temporal. Una mañana fría sacaron sus momias para que fueran a la fosa común, por no haber alternativas. Para la reafligida memoria, quedaba reconocible el cráneo del progenitor, que conservaba la cabellera blanca que, después de lavada todos o casi todos los días, cepillaba enérgicamente durante cinco minutos.

Me da pavor y escalofrío estético la inmensa llanura del cementerio de la Almudena

Adquirí una sepultura en la sacramental de los santos Justo y Pastor, en la ribera del Manzanares, frente al estadio Vicente Calderón, donde estarán reunidos los huesos de la familia propia, porque ha dejado de ser un problema levantar la losa y depositar la urna funeraria, con apenas un kilo de cenizas. No hay quien rehuya la cuestión: ¿qué pasa después? Ahora los padres entierran a los hijos, porque la carretera, las drogas, la mala suerte, se los lleva por delante y antes solamente pasaba en épocas de guerra, cuando devolvían el cuerpo del soldado, y a veces ni eso.

El tiempo sigue transcurriendo solo para los vivos, pero ¿cómo sería un reencuentro de ultratumba, si pasaron diez, veinte, cuarenta años entre uno y otro momento? El superviviente no es el mismo, y ¿de qué trataríamos en la supuesta entrevista? ¿Le comento a mi primogénito varón, enterrado en l960, lo que es el teléfono móvil, cómo me implantaron una rodilla de titanio, o pormenores sobre las mafias rusas en la Costa del Sol?

Siento el mayor respeto por las creencias religiosas, pero la única forma de entendimiento que me ronda, en este largo y casi plácido ocaso de la vida, es la admiración por el solo invento intelectualmente posible, al menos al alcance de mis entendederas: la fe, la fe del carbonero.

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Como se trata de creer en lo que no se ve ni se puede explicar lo tengo por una buena respuesta a la incógnita del futuro imperfecto y misterioso de lo que hay o no hay después de nuestro paso por estos andurriales. Es lo que leí en Chesterton, cuyo cristianismo es entretenido y comprensible. De las otras dos virtudes decía que la esperanza es confiar cuando parece que no quedan salidas y la caridad, amar a quien no se lo merece. La paradoja alumbra débilmente lo que sería una fría desesperación ante lo irremediable.

Ateo puede serlo cualquiera, no es preciso haber ido a Salamanca. Para creer lo incomprensible hace falta cierta dosis de voluntad o una buena carga de entrega ciega. ¿Qué explicación cabe ante el espeluznante sacrificio que de la propia vida hacen los descerebrados terroristas suicidas, contra la plataforma común de los humanos que es el instinto de conservación?

Parece que son muchos pasos hacia ningún sitio los que dan esos desventurados que arriesgan la vida cruzando el mar en un cayuco, sin otro impulso que el de mejorar de vida, y dejemos de lado las monsergas del hambre y la necesidad extrema. El famélico terminal carece de fuerza y energía para afrontar el riesgo y se deja morir cerca de una palmera, en una boardilla no redecorada o en un mísero centro de acogida.

Quizás lo que les dé rabia a los racionalistas incrédulos es la vulgar conformidad con que los creyentes aceptan el inevitable destino, los que dan el último paso creyendo que van a otro lugar parecido, donde serán premiados o no, y piensan que no han sido tan malos como para merecer una corrección insufrible.

El último terceto del más bello soneto al Cristo crucificado, cuyo autor no está identificado, lo que supone una plusvalía literaria, muestra el mejor ejemplo, a mi juicio, que no tiene por qué ser compartido: "No me tienes que dar porque te quiera; / pues aunque lo que espero no esperara / lo mismo que te quiero te quisiera". Ante la mayor de las dimisiones, la más conforme de las renuncias. O sea, por el mismo precio, puede que sea mejor no romperse la cabeza contra esa losa que sólo se alza para meter a otro inquilino per secula seculorum.

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