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Las novelas también corren tras el gol

El fútbol es uno de los grandes fenómenos de nuestro tiempo: mueve masas y cantidades enormes de dinero, cambia las ciudades, influye en la política y la economía. Y es un gran tema para la literatura

Eugenio Fuentes

Se diría que es difícil encontrar una reciente novela argentina en la que no se hable de fútbol. No creo que sólo sea fruto del azar que en los últimos tres títulos que han caído en mis manos aparezca ese deporte, bien porque lo practiquen algunos personajes, bien mediante referencias a futbolistas, bien por descripciones directas de la competición.

El protagonista de Un chino en bicicleta (III Premio de Novela La otra orilla, 2007), de Ariel Magnus, asiste en Buenos Aires a un partido de fútbol donde aprende no sólo las reglas del fútbol, sino también las reglas de los insultos de las barras bravas.

En Lanús (2008), de Sergio Olguín, el fútbol impregna de un modo muy literario toda la historia de amistad entre el grupo de jóvenes protagonistas. Desde la dedicatoria -"Y a mis amigos hinchas de Independiente"- hasta el final, el fútbol, más que un deporte, es una forma de vida: "Todo lo que supe sobre mis amigos, sobre lo que tenía que hacer y qué no hacer, sobre lo importante y lo trivial de la vida, lo aprendí jugando a la pelota", afirma uno de ellos. Y unas páginas después: "Qué sería de ellos si no tuvieran fútbol. De qué hablarían, cómo se relacionarían, cómo podrían agredirse sin dañarse si no tuvieran fútbol. Con la pelota habían aprendido a juntarse, a compartir, a defenderse, a estar juntos".

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Con el banal argumento de once contra once alrededor de una pelota surgen grandes historias
En los próximos años aumentarán los relatos sobre atletas, futbolistas, boxeadores y ciclistas

Todos los personajes en Lanús recuerdan su infancia asociada al juego y la peor tragedia que podía sucederles era partirse una pierna y quedar invalidado para su práctica durante el resto de su vida. Uno de ellos destina el primer dinero que gana a comprarse una camiseta de la selección albiceleste. Se cita a Menotti, a Maradona, a Santoro, al Loco Gatti, a Ardiles, a Basile...

Los suicidas del fin del mundo (2006), de Leila Guerriero, no es propiamente una novela -aunque lo parece-, sino un apasionante reportaje sobre la extraña ola de suicidios de jóvenes que conmovió a la población argentina de Las Heras. Resulta significativo que en un documento que refleja de un modo periodístico la realidad, aparezca el fútbol en la decoración de las casas, en el ocio de los niños, en las relaciones sociales, e incluso en la muerte: uno de los jóvenes suicidas, Ignacio Palacios, de 25 años, muere colgándose del travesaño de una portería de un campo de fútbol.

Aunque el libro no presta atención especial a ese deporte, sí surgen notas y detalles que revelan hasta qué punto está incardinado en las conversaciones, en el ocio, en la vida cotidiana de los argentinos. En la primera página se lee: "Juan Gutiérrez, 27 años, soltero, sin hijos, buen jugador de fútbol...", donde se le otorga a este último rasgo del personaje la misma importancia que a su edad, a su estado civil, a su carencia de hijos.

En el otro extremo, el extraordinario ensayo que acaba de publicar Rafael Sánchez Ferlosio, God & Gun. Apuntes de polemología, por el contrario, no parece considerar el deporte como un tema trascendente ni otorgarle categoría para merecer un tratamiento literario. Ferlosio ironiza sobre el hecho de que en un solar vacío pueda "incluso, ¡horror!, construirse un polideportivo". Más adelante, en el apéndice Carácter y destino, compara el deporte con el circo romano: "... en el espectáculo circense, o sea en lo que hoy es el deporte, que el Imperio Romano venía usando conscientemente como inhibidor político y domesticador social, ya con la misma perversidad con que lo fomenta y subvenciona el Estado moderno...". Tal vez hoy no haya cambiado la intención del Estado de un uso alienante del deporte como espectáculo público, pero sí hay al menos una diferencia esencial con el circo que, a mi entender, modifica y cuestiona toda la comparación: la voluntariedad o no voluntariedad de los actores. En el circo romano los protagonistas eran obligados al combate o al sacrificio, esto es, a participar en el espectáculo, y ni el gladiador que corría el riesgo de ser ensartado con la lanza ni el cristiano arrojado a los leones se habían presentado voluntarios para salir a la arena, al contrario de lo que sucede hoy, cuando cientos de deportistas saltan los domingos a la hierba y miles de niños y de jóvenes persiguen motu proprio el sueño de gozar de una oportunidad para demostrar su habilidad en cualquier cancha.

Espero no ser malinterpretado por discrepar con Sánchez Ferlosio en un aspecto. En God & Gun afirma que el deporte competitivo puede causar satisfacción, pero no felicidad, "puesto que todas las apariencias son más bien de que lo que está es sufriendo todo el tiempo" en aras de conseguir un único objetivo: "¡Para ganar, para ser los mejores, los primeros!". Con independencia de la evidente certeza de este propósito, pero compatible con él, me parece a mí que el deporte también puede generar felicidad en el momento mismo de la competición, y no sólo desde la perspectiva de sus logros. No son pocos los deportistas que lo afirman precisando el instante: "Cada vez que me toca entrar a una cancha soy feliz" (Juan Román Riquelme). O: "Gozaba compitiendo, sentía una rara mezcla de tensión y felicidad" (Daniel Bautista, campeón olímpico en Montreal en una disciplina tan sufrida como los 20 kms. de marcha atlética). Declaraciones similares han realizado Paolo Maldini, Henrik Larsson, David Beckham, Rafael Martín Vázquez o Amaya Valdemoro, por citar jugadores europeos. Incluso he leído algún comentario de un luchador de sumo sobre la felicidad que siente al pisar la arcilla del dohyô. Al ver en la pantalla a Lionel Messi -o al recordar al gran Mágico González-, se tiene la impresión de que es feliz mientras en un slalom va driblando a varios oponentes y llega a la portería, consiga o no consiga el objetivo final de marcar gol, pero sin haberlo perdido de vista.

La literatura siempre ha dado buena cuenta de la vida y no hay sucesos o temas que importen en las calles que no terminen reflejándose de un modo u otro en los libros. Los miedos y las alegrías, las obsesiones, las angustias y los sueños que perturban a una sociedad siempre terminan siendo relatados por los escritores del siglo. Una escritura que se precie de reflejar la condición del hombre no puede despreciar a priori ningún tema que al hombre le interese. Incluso cuando el argumento parece banal -once hombres rivalizando contra otros once con el propósito de introducir una pelota en un rectángulo-, sobre él pueden escribirse las más hermosas historias de ambición, de orgullo, de nobleza, de alegría y de desesperación.

El deporte se ha convertido -mediante manipulación o intereses turbios, si se quiere, pero ése es otro debate- en uno de los grandes temas de nuestra época. Mueve masas, paraliza el trabajo, genera noticias, protagoniza debates, arrastra una incontable cantidad de dinero, crea y rompe amores y amistades, llena o vacía las calles, cambia la faz de las ciudades, influye sobre el prestigio de los países y de los regímenes políticos, se usa como arma diplomática y en ocasiones los enfrentamientos deportivos incluso se han convertido en ritos que subliman los enfrentamientos bélicos: la mano de Dios de Maradona es tan recordada porque funciona a modo de venganza virtual de los argentinos sobre los británicos por la dolorosa ofensa de Las Malvinas.

No es extraño, pues, que el deporte, reinventado en el siglo XX, comience a aparecer masivamente en la literatura del siglo XXI. El fútbol, como deporte de masas, es un adelantado. Casi me atrevo a pronosticar que en los próximos años aumentarán los relatos sobre atletas y boxeadores, se inventarán nuevas metáforas sobre balones y bicicletas y nuevas hipérboles sobre el maratón y el baloncesto, y se actualizarán las viejas fábulas sobre las liebres y las tortugas.

Eugenio Fuentes es escritor.

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