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Premio Nacional de Narrativa
Columna
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Para los que no se fían de la "realidad"

José-Carlos Mainer

¿Habrá que empezar por recordar que los novelistas españoles que nacieron en los años cuarenta y empezaron a publicar a final de los setenta -como fue el caso de Juan José Millás- constituyen ya un capítulo fundamental de nuestra literatura? No nos debería extrañar demasiado si pensamos que tienen la misma edad que algunos de los narradores internacionales que han reinventado la novela después de los pasos en falso que se dieron en los 15 años precedentes: pienso en Ian McEwan y Kazuo Ishiguro, en Ricardo Piglia y César Aira, en Haruki Murakami y W. G. Sebald, en Margaret Atwood y J. M. Coetzee (aunque sean los más veteranos de todos), en Patrick Modiano y en algún otro más.

Entre sí, no se parecen en casi nada. O quizá sí. Comparten, en cualquier caso, la memoria de un pasado espeso que sus mayores encerraron bajo espesas capas de hipocresía, y que ellos se han dedicado a excavar: no tanto como heraldos de rebeldías (como pudo ocurrir en las letras airadas de los cincuenta) sino como sutiles analistas de perplejidades, silencios y acomodos. Millás publicó en 1975 una de esas novelas -Cerbero son las sombras- a las que solamente una segunda edición, el paso del tiempo y el despliegue de sus hallazgos temáticos proporcionaron una perspectiva suficiente. El lector de 1975 pudo creer que aquel relato de una clandestinidad sin aparente motivo, mezclado a un turbio ajuste de cuentas sentimentales en el marco de una familia, era un tardío reflejo de Kafka y uno de los últimos latidos valiosos de aquella narrativa de vanguardia que ya hemos olvidado. En realidad, era un aviso de todo lo que empezaba a importar, ahora que éramos libres... En 1977, Visión del ahogado fue ya reconocida como un signo eficacísimo de que la libertad no nos había hecho felices, ni nos había librado de nuestros fantasmas: lo sabían bien una joven pareja, Jorge y Julia, que copula para no acordarse de nada, y Luis el Vitaminas, el drogadicto perseguido, que tiene en su refugio todo el tiempo para recordar.

Sabe que la ficción y la realidad son sorprendentes vasos comunicantes
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"Vivo en conflicto con las palabras"

Después, ya en los ochenta, Millás supo también que los testimonios de mujer -La soledad era esto, El desorden de tu nombre y No mires debajo de la cama más tarde- eran fundamentales. Sus mujeres tienen un sexto sentido para captar la incongruencia, el engaño y el vacío que hay en casi todo; sus hombres tendieron progresivamente a ser las víctimas del desorden que yace bajo lo habitual y los exploradores de las misteriosas conexiones que hay entre todas las cosas, pero que no sirven para huir sino para repetir lo mismo. De un armario se pasa a otro, pero todo son armarios; de ser un quídam perplejo se pasa a ser otro, aunque sea en la casa de enfrente (como sucede en Volver a casa y en Laura y Julio).

No hay que fiarse de los padres (que pueden no serlo o que pueden ser dos ridículos personajes cuya culpa caerá sobre nosotros: Tonto, muerto, bastardo e invisible), como no hay que fiarse en general de los pisos nuevos, del significado de las palabras, de las letras que las componen... ¿No hay que confiar, en su suma, en lo que llamamos realidad? ¡No hay que hacerlo en lo que ellos llaman realidad, que es muy otra cosa! A repensar lo que tal ente ha llegado a ser, Millás dedica sus novelas (la última, El mundo, regresa a la infancia donde siempre están los gérmenes de todo) pero también otros artilugios de escritura: columnas de prensa, comentarios de fotografías o reportajes en los que intenta descubrir que "hay algo que no es como me dicen" (ése fue el título de su investigación sobre Nevenka Fernández, la joven concejal de Ponferrada a la que convirtió en su amante un alcalde que tenía la edad de su padre). Y en eso sigue, porque -como muchos escritores de aquella promoción de novelistas- sabe que la ficción y la realidad, el artículo y el cuento, la novela y el informe son también, como los armarios y las cañerías, sorprendentes vasos comunicantes. Mediante su sabia utilización, los lectores de Millás vamos sabiendo un poco más de nosotros mismos, al par que él mismo lo averigua. Eso se pierden los que no lo leen y, por supuesto, los moradores satisfechos de aquella realidad usadera de la que tanto se benefician.

Millás, fotografiado ayer en el jardín de su casa en compañía de su perro <i>Jack.</i>
Millás, fotografiado ayer en el jardín de su casa en compañía de su perro Jack.CRISTÓBAL MANUEL
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