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Constitución española: tiempo de reformas

El próximo diciembre se cumple el 30º aniversario de la Constitución de 1978. Es ya la más larga de nuestra historia constitucional y la que ha enmarcado el mayor período de progreso social y político para España, un período del que no gozamos ni en nuestro convulso siglo XIX, ni en las primeras tres cuartas partes de nuestro sangriento siglo XX. Todos sabemos que la permanencia de la Constitución es un bien en sí mismo, pero para que ese fenómeno tenga continuidad es necesaria una reforma tranquila, y constitucional, del texto de la Carta Magna.

En la pasada legislatura, la octava de la democracia, el Gobierno ya planteó, en el discurso de investidura del presidente Zapatero, la necesidad de abordar al menos algunas reformas constitucionales. En primer lugar, la referida a la sucesión en nuestra Monarquía Parlamentaria, a fin de evitar la discriminación por sexo existente en este momento en el texto legal. En segundo, la referida a la función del Senado, para que la Alta Cámara tenga el sentido que la propia Constitución le asigna, que no es otro que el de servir de Cámara de representación territorial en España. Ninguna de esas dos reformas se llevó a cabo; fundamentalmente, por el clima de profundo desencuentro entre las grandes fuerzas políticas, PP y PSOE, y por el error, ojalá no repetible, por parte del PP de considerar que no debía ser un Gobierno socialista el que encabezará reformas que anteriormente el propio PP, como la del Senado, ya había planteado.

No debería ser tabú querer mejorar la Carta Magna tras 30 años de existencia
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Es evidente que hay que caminar en la dirección de la reforma constitucional buscando el mismo grado de consenso político que hizo posible su redacción. Ése es parte inequívoca del legado constituyente. Nada hay hoy en nuestro país que impida caminar vigorosa y certeramente por la senda reformista en lo que cabe a nuestra Carta Magna.

Todas las fuerzas políticas estarán de acuerdo, es lo esperable, en la reforma relativa a la sucesión en la Corona. Deben, tan sólo a tal efecto, cubrirse las exigencias planteadas por la propia Constitución en lo tocante a su forma, así como a sus plazos.

Y todas, estimo, deberían con generosidad comenzar a pensar seriamente en la obligatoria reforma del Título VIII, el referido a la organización territorial del Estado. El Estado de las Autonomías ha sido un éxito de nuestra España constitucional, sí, pero también ha creado disfunciones, tensiones políticas y económicas y hoy, 30 años después del pacto constituyente que hizo posible la transición política en España y nuestra actual Carta Magna, bien merece una atenta lectura de cara a que el Senado cumpla su función constitucional de cámara de representación territorial. Es preciso establecer una clara definición de los poderes y atribuciones de la Administración Central del Estado y de las Comunidades Autónomas que lo constituyen de cara al único marco posible de convivencia futura: el Estado Federal.

Casi todos los federalismos conocidos, como se sabe, son asimétricos, pero tal realidad no debe serlo hasta el punto de que el legítimo derecho a la diferencia anule la igualdad de los ciudadanos españoles ante la ley. Por tanto, para llevar a cabo esa necesaria reforma territorial se precisan dos virtudes políticas clásicas: prudencia y finura. Desgraciadamente, hoy muy ausentes en nuestra vida política y parlamentaria.

Por otro lado, habría que avanzar en la línea de aumentar, sin alharacas ni aspavientos, la laicidad del Estado. Es evidente que también esto tendría que tener su reflejo en los actos oficiales. Puesto que el Estado debe representar a todos los españoles nadie debe sentirse herido y confundir laicidad con exclusión de parte.

Sin duda, habría que reformar asimismo nuestro sistema electoral. El actual prima a los partidos que se presentan en todo el territorio nacional y a los nacionalistas, castigando a los demás y covirtiendo a las opciones nacionalistas en permanentes bisagras parlamentarias.

De cara a la construcción progresiva de nuestra modernidad ilustrada (único ideal regulativo que debe inspirar la grandeza de nuestra democracia), cabe caminar hacia la consolidación, de veras y de una vez por todas, de la democracia interna de nuestros partidos políticos. Éstos deberían orientarse hacia un funcionamiento por medio de listas abiertas en lo referente a la elección de sus candidatos a las Cámaras representativas españolas. Con nuestro actual sistema, al final no es el Parlamento el que controla la acción del Gobierno, sino el Gobierno quien controla la mayoría parlamentaria correspondiente, asunto no menor, al que hay que añadir la vigencia de un Senado, hoy por hoy, desprovisto de funciones y que por tal hace urgente su reforma real.

Ésos son asuntos pendientes que deberían ir abordándose desde un clima de concertación política, social y parlamentaria. Sin prisas, pero sin pausas. Dichas reformas contribuirían, no me cabe duda, a mejorar la convivencia entre los españoles y los territorios de España. Es decir, a incrementar la renovada voluntad de vivir juntos que debe ser el fundamento moderno de cualquier consideración de la esencia de la nación.

Éstos son retos en la construcción de la modernidad española que, entre todos, debemos llevar a buen puerto.

Joaquín Calomarde, ex diputado al Congreso, es catedrático y escritor.

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