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Columna
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El infierno de los vivos

¿Recuerdan cómo imaginaba el infierno Jean-Paul Sartre? Como una pequeña habitación, con muebles Segundo Imperio, sin espejos ni ventanas, en la que tres desconocidos -un hombre y dos mujeres- son condenados a vivir eternamente, sin poder dormir, sin poder parpadear siquiera. Es decir, sin poder cerrar los ojos, sin poder evitar "la indiscreción grosera e insoportable" de la mirada de los otros, esos otros que terminan aliándose contra uno, que no dejan de hablar y mirar y mirar. Así que no hacen falta torturas ni verdugos, ni hogueras ni demonios: "No hay necesidad de parrillas; el infierno son los otros", concluye el personaje de A puerta cerrada.

El contrapunto a esta visión ya lo había ofrecido tiempo antes Mark Twain, en El diario de Adán y Eva. Aunque, al principio, ese ser de larga cabellera nacido de su costilla le parecía a Adán un poco cargante, al poco tiempo no supo ni quiso vivir sin ella. A la muerte de Eva, Twain imagina a Adán poniendo el siguiente epitafio: "Allí donde estaba ella, allí estaba el paraíso". Así que el paraíso no es tampoco un lugar, sino una compañía: el paraíso también es el otro, o los otros que, aún desterrados del huerto de las delicias, hacen la vida amable y habitable.

"El infierno de los vivos", escribió Italo Calvino, "es el que ya existe aquí, el que habitamos todos los días"

Pero tal vez quien mejor ejemplifica esta doble condición de los otros es Italo Calvino, en el último párrafo de Las ciudades invisibles. Tras los relatos de viajes a ciudades fantásticas que le narra Marco Polo a Kublai Kan, emperador de los tártaros, éste concluye, lastimosamente: "Todo es inútil si el último fondeadero no puede ser sino la ciudad infernal". A lo que Polo responde con estas palabras: "El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es riesgosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio".

No sé ustedes, pero yo suelo tener frecuente necesidad de releer y recordar las palabras de Calvino. Me vinieron a la mente el otro día, por ejemplo, al leer el reportaje sobre las condiciones en las que desarrollan su vida algunos políticos amenazados por ETA, encarnados en esta ocasión en Aritz Arrieta, un joven concejal del PSE en Mondragón, compañero del asesinado Isaías Carrasco. Permanentemente vigilado por escoltas, habiendo visto alejarse a sus amigos de la infancia, a parte de la familia, a su novia, a la mayor parte de su entorno social, y no pudiendo refugiarse más que en el pequeño colectivo de su propio partido. En un pueblo en el que ha de soportar numerosas miradas de odio, pero también muchas miradas huidizas de gente que ha escogido, para no sufrir el infierno, la primera de las maneras a las que alude Calvino.

En efecto, la tristeza no proviene tanto de la amenaza de los pistoleros etarras, sino de esas miradas de los otros, esos vacíos en las calles, esos cambiarse de acera para no saludar al que otrora era compañero de clase, vecino, amigo. La alegría, a su vez, sólo puede venir de lo contrario: de buscar y saber quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio.

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