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Columna
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Las miradas

Los ojos se abren en algunas ocasiones como un signo de interrogación. En el primer día de clase está escondido el último, la fecha y la hora del examen, el valor de la nota. Los alumnos abren los ojos y escriben con sus miradas signos de interrogación. Quieren saber lo que les espera, lo que necesitan dar de sí mismos, lo que pueden exigir. El camino hacia el futuro no es más que una forma de entender las costumbres, y por eso las ilusiones están siempre obligadas a negociar con la rutina. Las miradas del primer día de curso tal vez contienen miedo, o vergüenza, o desidia, o incredulidad, pero domina sobre todo un esfuerzo por descubrir el día de mañana. Una mirada muy parecida es la que he visto en las fotografías de los niños y los jóvenes que llegan en pateras a nuestras costas. Se acaban de matricular en una asignatura que desconocen.

Esas miradas flotan sobre el mar igual que los alumnos sobre las aulas. Hay, desde luego, mucho más peligro en el mar, pero conviene tomar conciencia de que existe una misma inquietud, una interrogación sobre el día de mañana y la fecha del examen. Cuando los ojos abiertos de los inmigrantes son fotografiados por los periodistas en las playas de Motril, donde pasé los veranos de mi infancia, o en la Bahía de Cádiz, donde mi hija pequeña aprende a enfadarse cada mes de agosto con su padre por obligarla a hacer los deberes de matemáticas, sus miradas me producen una conmoción íntima. Los territorios en los que uno pretende situar el paraíso se llenan de dolor, y sólo cabe sentir vergüenza al sabernos desnudos.

La sociedad moderna, que se fundó a sí misma en la gran metáfora del contrato social, descansa también en el contrato pedagógico. Las historias infantiles tenían poca importancia en la literatura medieval, porque cada vida nacía con una condición fijada por Dios. Sólo cuando se admitió que la moral es inseparable de la experiencia, cobró la infancia protagonismo. Lázaro no iba a ser otra cosa que lo que la realidad le enseñara a Lazarillo. La infancia se convirtió en otra de las grandes metáforas de nuestro futuro. Desde los himnos más cursis hasta los libros de ánimo más desgarrado, la mirada del niño es una brújula certera e indica siempre la dirección del viento. Cuando una sociedad se queda sin futuros, el corazón de sus hijos, como escribió García Lorca en Poeta en Nueva York, resulta taladrado por un enjambre de monedas furiosas.

Por eso un contrato social democrático es inseparable de un contrato pedagógico. Y por eso resulta significativo que nuestra realidad apueste ahora por cerrar los ojos, es decir, por el recurso a la mano dura, cada vez que los ojos abiertos de los niños indican la existencia de un problema. Optar por las medidas represivas frente a la ilusión pedagógica, es una inercia que ha venido apoderándose de la legislación española en los últimos años, tal vez porque la democracia de consumo mediático necesita castigos ejemplarizantes ante casos espectaculares, en vez de una meditación jurídica serena. Desde el punto de vista literario supone, además, una metáfora certera de que esta sociedad ya ha aceptado que se puede vivir sin ilusión de futuro, o que nuestro futuro es menor, un menor sin educación del que debemos defendernos.

Es cada vez mayor el número de niños que llegan a nuestras costas en cayuco o en patera. La reciente directiva europea de retorno permite la expulsión de los menores, incluso a un país que no sea el suyo de origen. Los conflictos legales de las fronteras están borrando los derechos internacionales de los niños, que son considerados como ilegales antes que como menores. En este principio de curso, miro sus ojos abiertos en las fotografías, y los comparo con los ojos de mis alumnos. La literatura me dice que si renunciamos a la ilusión pedagógica quedará ante nosotros un futuro muy menor.

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