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Tribuna
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Siempre la misma canción

En julio de 1996, a mi regreso de Chechenia, me asomé en Moscú a un mitin del ultranacionalista Ziugánov, candidato de la extrema derecha rusa en las elecciones, manifiestamente amañadas, que ganó Yeltsin. El espectáculo del público que llenaba la sala me impresionó. Abuelas con iconos de san Basilio e imágenes de Cristo; viejos con patéticas condecoraciones de Héroes del Trabajo o de combatientes de la Segunda Guerra Mundial con retratos de Stalin; jóvenes de cabeza rapada y estética neonazi; una triste y gris representación de los funcionarios súbitamente caídos en la pobreza aguardaban al orador o gurú que prometía sacarles de la miseria, devolver a Rusia su grandeza perdida y ajustar las cuentas con los expoliadores judíos y bandidos caucásicos responsables del derrumbe de la Unión Soviética. A la entrada del local, alguien distribuía un folleto que resultó ser, según mi amigo traductor, el famoso Protocolo de los sabios de Sión, el panfleto antisemita fabricado en el siglo XIX por la policía del zar.

Nada se asemeja más al relato heroico de un pueblo que otro del mismo cariz
Con Putin, el sueño imperial hecho añicos emergía de nuevo
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La heterogeneidad del público y de la parafernalia simbólica a la que recurría no podían ser más reveladoras del vacío y angustia creados por el hundimiento y la fragmentación de la URSS y de la subsiguiente pérdida de la autoestima de un pueblo adoctrinado durante siete décadas en la creencia del "hombre nuevo" y las promesas del futuro radiante. El desengaño cruel y las humillaciones sufridas a partir de la caída del Muro de Berlín cuajaban en un resentimiento y sed de venganza contra los causantes del desastre. A fin de escurrir el bulto, los organizadores de la campaña electoral de Yeltsin apuntaban al tradicional enemigo: el "bandido checheno". Los popes que se asomaban a la Plaza Roja desde la vecina iglesia de san Basilio me recordaban a los filmados por Eisenstein en Iván el terrible: lo hacían ya sin complejos, con ostentación, conscientes de que el futuro les sonreía.

El cóctel compuesto por la "mafia caucásica" y el fundamentalismo islamista propiciaría tres años después la nueva invasión de Chechenia tras el sangriento atentado contra un modesto edificio de viviendas moscovita, probablemente fraguado por los servicios secretos, y la emergencia del jefe viril y salvapatrias encarnado por Putin. A la figura grotesca de Ubú Yeltsin, convertido en payaso y hazmerreír internacional, sucedía la de un sheriff a quien no le tiembla el pulso en la hora de apretar el gatillo y de arremeter contra los enemigos de la nación. Muy significativamente, su estampa de gaucho a caballo, armado de una Kaláshnikov e hinchando el pecho desnudo ante la cámara del fotógrafo potenciaban la imagen del héroe redentor en el que soñaban los antiguos votantes de Ziugánov o de Zhirinovski. Dicha estampa, unida a la resurrección de la vieja y añorada alianza del Trono y el Altar de la época de los zares -medalla ostentosa en torno al cuello del líder, ceremonial religioso en el Kremlin con los jerarcas de la Iglesia ortodoxa- retrocedía el calendario a los tiempos gloriosos que precedieron a la Revolución. El sueño imperial hecho añicos por Gorbachov y Yeltsin emergía de nuevo en el horizonte. Lo acaecido en Chechenia y el pasado mes de agosto en Abjacia y Osetia del Sur, venía cantado. Rusia vuelve a ser la Rusia eterna y su jefe un nuevo zar.

Una reciente encuesta sobre las figuras más valoradas de la historia rusa de los últimos 100 años, reserva para el lector ingenuo numerosas sorpresas. El primer puesto corresponde nada menos que al zar Nicolás II fusilado por los bolcheviques; el segundo, a un popular cantautor; el tercero, a Putin. Siguen atrás en la lista Stalin y Lenin, este último mucho más rezagado. En cuanto a Solzhenistin, Sájarov, Elena Bonner, por no mencionar a la ignominiosamente sacrificada Anna Politóvskaya, no figuran en ella. La fascinación por el cetro soberano, emblema de las esencias nacionales y religiosas que configuran el relato patriótico, aureola así por igual al zar y a Putin. Nostálgicos de Stalin, creyentes ortodoxos y mitificadores de Nicolás II se reconcilian en una mística hipóstasis tan insondable como la de la Santísima Trinidad.

Escribo esto a propósito de Georgia y de la frustrada tentativa de recuperación de Osetia del Sur por Saakashvili. Imaginar que su incursión relámpago tenía posibilidades de éxito y pondría a la Federación Rusa ante el hecho consumado era puro dislate. La ruptura del statu quo brindaba muy al contrario a Putin la ocasión ideal de mostrar sus puños y de devolver a los rusos el descaecido orgullo. El cálculo fallido del presidente georgiano -¿qué puede hacer por él el aliado norteamericano empantanado en Irak y Afganistán y con Irán en medio?- fue producto de un nacionalismo, simétrico al de Putin, pero carente de los medios de alcanzar el objetivo propuesto. La "nobleza de alma" captada por Bush en la mirada del ex agente del KGB resultó ser a la postre tan fiable como la exhortación divina -supongo que en inglés con acento tejano- a que "liberara" Irak. El temible unilateralismo de la actual Administración de Washington -propuesta de adhesión a la Alianza Atlántica a los países desmembrados de la URSS, escudo antimisiles supuestamente dirigido contra Irán- no puede sino inquietar a Moscú, reavivar el espíritu de la Guerra Fría y alimentar los patriotismos antagónicos que prevalecen en el Cáucaso. La necesidad de una política exterior común a la Unión Europea se impone hoy con mayor apremio que nunca. La actual indecisión entre el apoyo nominal a los Estados que sufrieron la ocupación soviética y el pragmatismo dictado por nuestra dependencia energética de la Federación Rusa debe ceder paso a una implicación correspondiente al peso de los 27 países que la componen.

Recuerdo que, en mi ya lejana estancia en Georgia, invitado por la Unión de Escritores de la URSS a una multitudinaria celebración del poeta nacional Rustaveli, el orgullo identitario y añoranza del pasado de mis anfitriones me sorprendió. La gran estatua erigida a Stalin en lo alto de la montaña que domina a Tbilisi acababa de ser retirada con sigilo y nocturnidad a fin de evitar la reacción airada de sus compatriotas, pero éstos me condujeron a Gori, su pueblo natal. Allí, la escultura ecuestre de Yosef Visarionovic Chugachvili permanece indemne en la plaza central y mis acompañantes extremaron su cortesía reivindicativa con una visita a la casa en donde vino al mundo, dispuesta como un pesebre de Navidad: la humilde vivienda de un zapatero con sus útiles de trabajo, el lecho matrimonial, la cuna, el ajuar de la madre consagrada a las labores de su sexo. El amor propio, estima y respeto por quien gobernó un imperio con puño de hierro se mudaban en desprecio por el desagradecido y traicionero Kruschov: un desprecio y rencor muy similares a los que profesan a Gorbachov los rusos de hoy. La nostalgia del tirano común unía entonces a los nacionalismos enfrentados. Nada se asemeja más al relato heroico de un pueblo que otro del mismo cariz. Los valores étnico-religiosos, el culto al tótem identitario florecen también, lejos de Rusia, los Balcanes y el Cáucaso en nuestra propia península.

Cuando, aburrido de la retórica conmemorativa del bardo, pedí al guía que me llevara a dar una vuelta por el campo, paramos en un local al borde de un lago en el que un grupo de varones celebraban ruidosamente el nacimiento de un vástago de uno de ellos. Mi aspecto y vestimenta de guiri (perdóneseme el anacronismo) atrajo su atención. Los alegres compadres preguntaron a mi escolta de dónde procedía. Al contestarles "de España", agregaron una inesperada precisión: "me dicen si eres vasco". Repuse que mi apellido lo era y, al punto, se precipitaron a mi encuentro con besos y abrazos: ¡éramos hermanos de sangre! ¡Georgianos y vascos compartíamos una misma raíz! Podría haberles señalado, citando a Andrei Biely, ¿la de Adán y Eva?, pero no había leído aún por aquellas fechas su novela genial, Petersburgo. Así que les dejé festejar nuestra presunta hermandad con nuevas rondas de vodka y coñac. Me acordé de ello al leer la inefable frase de Arzalluz sobre los 30.000 años de inmovilismo eusquera. ¡Siempre y siempre la misma canción!

Juan Goytisolo es escritor.

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