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ficciones

UNA VEZ EN TOLÚ

ada uno habla de la feria como le va en ella, y cuando nos fuimos de vacaciones a Tolú, al mar de Tolú, yo tenía dos enfermedades: fiebre, una fiebre muy alta de origen desconocido, y celos, unos celos devastadores que se originaban en todos los hombres que miraran o no miraran a Verónica. Como tenía fiebre -esas fiebres sin nombre que le dan a uno en el trópico y que pueden ser dengue, malaria, un virus, una picadura de insecto, cualquier cosa-, me pasaba las horas envuelto en una manta amarilla, tiritando de frío en la terraza de la cabaña frente a la playa que habíamos alquilado. Verónica decía que estaba feliz con el calor, porque hacía más de 30 grados a la sombra, pero como mi cuerpo estaba a más de 40, casi a 41, yo tenía siempre frío, y sudaba frío, y tiritaba de frío.

POR LA FIEBRE O POR UN SEXTO SENTIDO AGUZADO POR LA DESCONFIANZA, PODÍA LEER LOS LABIOS Y LOS GESTOS DE VERÓNICA CUANDO HABLABA CON DESCONOCIDOS, CUANDO MIRABA A LOS JÓVENES

Hacia las once todos se iban a la playa y yo me quedaba tirado en la silla de lona, envuelto en mi cobija, persiguiendo con unos binóculos cada movimiento y cada gesto de Verónica. Por la fiebre o por un sexto sentido aguzado por la desconfianza, podía leer los labios y los gestos de Verónica cuando hablaba con desconocidos, cuando miraba a los jóvenes que jugaban en la arena con una raqueta o con una pelota, cuando nadaba sola en el mar luminoso del mediodía, y en su nado solitario iba a encontrarse siempre con alguien, donde el agua les llega hasta el cuello, y se quedaban quietos ahí, conversando, y hablaban y hablaban, y yo oía la conversación, con los binóculos, por encima de la brisa, de las olas y de los 300 o 400 metros de distancia.

-Casada. Mi marido está allá (me señalaba), en la terraza. Tiene algo, no sé qué, se siente enfermo.

-Ojalá sea cáncer.

Verónica se reía a carcajadas de la broma del desconocido, y decía:

-No, es una fiebre alta, debe de ser un virus. Pobrecito. Podríamos nadar hasta la escollera.

Y entonces nadaban codo a codo hasta la escollera, y en la escollera se salían del agua y el muchacho estiraba la mano para ayudarle a Verónica a subir con dificultad a las piedras porosas y ásperas, y allí seguían conversando, yo los oía, como si los binóculos no acercaran solamente los cuerpos, sino también las voces. Veía que estaban ahí sentados, muslo contra muslo, y se daban una cita para esa misma noche, en la playa, cuando yo estuviera dormido, derrotado por la fiebre, seguro.

Y era así, yo lo sé porque por la noche Verónica decía:

-Me voy un rato a dar un paseo por la playa, y yo le preguntaba.

-¿A esta hora, estás loca, me vas a dejar aquí con esta fiebre? Hacía que me castañearan los dientes, le mostraba los dientes, que castañeaban, y ella me decía.

-Quiero ver las estrellas un rato, está haciendo una noche fantástica, lástima que tú no puedas verla, yo no puedo quitarte la fiebre, tómate otra aspirina, y entonces salía a encontrarse con él, estoy seguro, aunque con mis binóculos a esta hora no veía nada, no veía más que dos colillas encendidas de cigarrillo que se ponían más rojas cuando se acercaban a la boca, que describían círculos y rayas en la conversación, y yo veía el gesto de la mano siguiendo la lumbre de los cigarrillos que un poco después se apagaban al mismo tiempo para acercar las bocas que antes aspiraban el humo, y entonces los labios que antes fumaban ahora se encontraban, se tocaban, se olían, se exploraban con la lengua, intercambiaban saliva, se lamían la piel algo salada por la brisa del mar a las once de la noche, a las doce y cuarto, cuando al fin Verónica volvía, y yo me hacía el dormido, hasta que no aguantaba más y preguntaba:

-¿Con quién estabas en la playa?

-Ah, con nadie en especial. Pasaron un rato por ahí los de la casa vecina.

-¿Y quiénes son?

-No sé bien, gente que viene de Cali o de Pereira, no sé bien.

-Pero hablaste con ellos.

-Sí, nos fumamos un par de cigarrillos, tenían acento de Cali o de Pereira.

-¿Jóvenes?

-Sí, muy jóvenes, apenas unos muchachos, y uno de ellos estaba tocando guitarra y fumando marihuana.

- ¿Y tú también fumaste?

Pero Verónica no me contestaba, solamente se reía, entonces yo, a pesar de la fiebre, temblando de frío, le saltaba encima, y le olía la boca a ver si descubría marihuana por debajo del aliento de tabaco, olores de otro macho, con rabia, e intentaba hacer el amor con ella, pero la fiebre me rendía, las ganas de vomitar me obligaban a ir al baño, y no sabía si vomitaba de ira o de fiebre o de virus o de qué, hasta que al fin me dormía en medio de pesadillas en las que un tiburón le arrancaba de un tajo a Verónica un pedazo del vientre.

Por la mañana, al despertarme, estiraba el brazo y Verónica ya no estaba a mi lado. Me levantaba con dificultad, envuelto en la manta, tiritando de frío, y ya los otros estaban preparando las cosas para irse a la playa, metían en una nevera portátil las cervezas, el hielo, las coca-colas. Verónica me decía que me había dejado sobre la mesa una arepa de huevo y unas yucas fritas, de desayuno, y que en el termo había café para toda la mañana, y agua de coco en la jarra, para que te hidrates, me decía. Entonces yo me instalaba en el balcón con los binóculos, mis piernas blancas sin rastro de sol, mi pecho envuelto por la manta de algodón amarilla, mientras Verónica tenía ya ese color envidiable, ese moreno rojizo que duele un poco en los hombros y en el cuello, que resalta la blancura de los dientes cuando se vuelve a encontrar en el mar con el vecino y le sonríe y nadan hasta la escollera, y luego más allá de la escollera, donde la playa se curva hacia adentro, detrás de las dunas, y al fin desaparecen de mi vista.

Sin los binóculos puedo verlos, sin dispositivos de espía puedo oírlos, la fiebre aguza todos los sentidos. Mientras ella gime de gusto, con el vecino, con el vecino de Cali o de Pereira, mientras él se hunde en ella con un vigor que ya no tengo, mientras él le contamina el vientre con chorros que veo salir y me hacen removerme en la silla de lona, y arrojar lejos la cobija con furia, unas manos me cubren los ojos a la espalda, unas manos frescas y suaves, al tiempo que una voz inconfundible, la voz que yo más amo, me dice o me pregunta:

-¿Adivina quién es?

Y yo adivino.

S. SWENY

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