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Reportaje:

El fin del empleo seguro

La crisis económica agravará no sólo las cifras de paro, sino la inestabilidad y la precariedad en el trabajo

El problema reverdece, ahora que el aviso de "parados, peligro de avalancha" cuelga, sobrentendido, de las grúas de la construcción y que el petróleo aprieta como nunca. El problema es el paro, pero también la precariedad. Con una tasa de temporalidad laboral superior al 30%, más del doble de la media europea, España es la campeona continental de los contratos eventuales, el líder de esa zona gris, a medio camino entre el empleo fijo y el paro, en la que se ceban las crisis. Eso significa que antes del estallido actual, uno de cada tres trabajadores españoles ya cargaba con la agobiante presión de la inestabilidad laboral y encontraba serias dificultades para estructurar un proyecto de vida coherente.

El paro, pese a ser menor que hace años, es la gran fuente de inquietud
La pérdida del empleo tiene un gran impacto psicológico
"Menos montar en globo y prostituirme, he hecho de todo"
Una tercera parte de los trabajadores temporales acaba en la precariedad
La provisionalidad es por lo general antogónica de la productividad
Las empresas no gastan recursos en alguien que no se va a quedar
La precariedad es el signo de los tiempos y llega con la modernidad
En España ya existe una generación forjada en la temporalidad

La crisis viene a agudizar en nuestro país un problema endémico que hunde sus raíces y se proyecta amenazadora más allá de los problemas sectoriales y de coyuntura económica. "Mucha gente no sabe qué va a ser de su vida el mes que viene, si podrá renovar su contrato, si podrá pagar el alquiler o la hipoteca... Vivir así es como llevar la fecha de caducidad en la nuca", resume la responsable de una fundación dedicada a la colocación de desempleados. Y la cuestión que se plantean muchos de ellos es dónde encontrar la fe para encarar el futuro. El argumento de que nuestros jóvenes son una generación muelle criada en hogares más o menos confortables y poco educada en el esfuerzo, no alcanza a explicar el dato que sitúa la edad media de emancipación familiar en España por encima de los 30 años.

El campeón del concurso del contrato de menor duración organizado por IU de Palencia es un diplomado en terapia ocupacional sociosanitaria que tiene 35 años y acaba de ser padre. "Hay que echarle valor para lanzarse a tener un hijo, pero vas dado como esperes a alcanzar la estabilidad", dice. Ganó el premio (un ejemplar del Estatuto del Trabajador, otro de Mundo Obrero y una estampa de San Pancracio) con un contrato de hora y media semanal por 70 euros al mes que le ofreció en 2005 una residencia de ancianos de la Sanidad pública.

"Desde 2003, no he encontrado otra cosa que contratos por obra y servicio (hasta siete en 40 días) que me obligan a multiplicarme. Lo peor", señala, "es que te quitan la ilusión por el trabajo bien hecho, pierdes la vocación y ya te da igual dejarla si te ofrecen algo mejor pagado o más estable". El campeón de Palencia -se trataba de un concurso testimonial sin pretensiones de captar récord absolutos- pide que no se publique su nombre. "No puedo permitirme caerle mal a alguna de las empresas para las que trabajo".

Mayor carga de precariedad arrastra el ganador en el mismo concurso del premio al mayor número de contratos anuales. Millás, de 23 años, se alzó con el galardón por haber encadenado 15 contratos en un año -una cifra modesta, a gran distancia del que debe ser el récord absoluto-, ejerciendo las más diversas actividades. Dice que aunque se considera un buen trabajador, no cree que llegue a tener alguna vez una casa en propiedad. "¿Mi peor empleo? Cuatro horas nocturnas, seis días a la semana, en una pizzería por un sueldo mensual de 250 euros que con los incentivos llegaba a 350".

Dada su tasa de temporalidad-precariedad, nuestro país está más obligado que otros a plantearse si camina hacia el modelo laboral de MacDonald's o al de Microsoft, al del empleo precario y del contrato basura o al puesto de trabajo estimulante, creativo, digno. ¿Qué hacen esos licenciados universitarios que trabajan de reponedores o de cajeros de supermercados? ¿Qué empresa podemos crear si tenemos a investigadores con salarios mileuristas?

Pese a la drástica reducción del paro registrado en los últimos 15 años -hoy trabajan en España 20 millones de personas, frente a los 12 millones que lo hacían en 1994-, la preocupación por el trabajo ha seguido ocupando, ininterrumpidamente, la primera plaza de las inquietudes ciudadanas. Y es que, oficiado el funeral por el empleo para toda la vida, las nuevas condiciones del mercado laboral vienen marcadas por la flexibilidad y la inestabilidad, por mucho que la Unión Europea trata ahora de aplicar el concepto híbrido de "flexiguridad".

A la ansiedad por la provisionalidad se suma el temor a perder el empleo -el despido es libre, aunque no gratuito- en profesionales que superan los 45 años de edad y que saben que difícilmente podrían reincorporarse al mercado laboral en las mismas condiciones salariales y de estatus. Casi todas las compañías, incluso las más solventes, reemplazan estas bajas con trabajadores jóvenes que, a menudo, perciben la mitad o un tercio de la retribución de los despedidos. Como en el mundo globalizado, la economía de un país es la de sus empresas, los Gobiernos aceptan que las compañías hagan sus economías y socialicen los costes de los despidos, vía Seguridad Social o la Sanidad pública. Pocos expertos dudan de que el estrés pre y pos despido incide frecuentemente en la salud de los damnificados. Las crisis de pánico, los casos de mobbing (acoso) laboral y el denominado "síndrome de burn out" ("estar quemado") germinan en el caldo de insatisfacción de un trabajo de escasas recompensas económicas y afectivas. No se discute que la subcontratación en cadena repercute en el aumento de la siniestralidad laboral en la construcción y la industria.

Aunque cada damnificado es un mundo aparte, la pérdida de un puesto de trabajo considerado seguro tiene un impacto psicológico similar al del desahucio. Vivir a la intemperie de tener que buscarse la vida cada poco tiempo es una experiencia durísima cuando se está en una edad madura pero todavía alejada de la fecha de jubilación.

Éste podría ser el preámbulo de un anuncio para la formación permanente. "Sea cual sea su situación profesional y su edad, a usted le interesa desarrollar los reflejos de adaptación a la nueva cultura empresarial, laboral y social". Empresarial, porque ser competitivos requiere hoy mucha tecnología y poco empleo; laboral, porque los valores del mercado son la flexibilidad, la movilidad y la polivalencia; social, porque el valor central vertebrador asignado al trabajo durante siglos ha perdido vigencia. Década tras década, el peso de los salarios en el PIB sigue cayendo, en beneficio de las rentas del capital y de los beneficios empresariales.

Quienes trabajan recolocando a los desempleados aluden a los aprovechados y vagos que se benefician de las ayudas públicas, pero conviene no perder de vista a los que sufren, a las víctimas de los hogares desestructurados, a los que pierden pie y se precipitan por los intersticios del sistema, a los que buscan y no hallan, a los que padecen la humillación de trabajar en condiciones infames, a los inmigrantes, los primeros en ser despedidos. No siempre los que más gritan son los que más padecen.

"Menos prostituirme y montar en globo, creo que he hecho de todo en la vida. He llorado cuando pedía trabajo y me ofrecían una limosna, he tenido ganas de suicidarme y también de robar y hasta de matar", cuenta Ana Sánchez, de 57 años y con cuatro hijos, que trabaja de vigilante los fines de semana en una empresa de Madrid. Dice que la precariedad destroza a las parejas, que lo sabe por experiencia. "Mi marido comenzó a beber al quedarse en el paro. Cuando venía borracho, yo tenía que defender la comida de mis hijos y en casa volaban los platos y volaba todo. A veces, me iba a la calle y andada y andaba sin rumbo fijo, quería reventar, huir para siempre del infierno". Ana se volvió religiosa el 20 de febrero de 1989. "No se puede estar siempre pidiendo a los amigos y vecinos, ¿sabe usted? Aquel día no tenía nada que darle a mi hija pequeña que estaba enferma. Le pedí a Dios: 'Haz algo, por favor, que no es para mí, que es para mi niña, que no tengo ni para hacerle un puré'. Ocurrió que llamaron a la puerta y era el cartero que traía propaganda de Nestlé con dos tarritos de muestra. ¡Sólo Dios sabe lo que sentí en aquel momento!". Dice que la religión le ayuda mucho -se ha hecho testigo de Jehová-, y que aunque ya no se acuerda de la última vez que pisó un cine o un bar está tranquila con sus 312 euros mensuales de su pensión de invalidez (está operada de tromboflebitis) y los 124 que saca de vigilante de fin de semana.

Aunque la eventualidad ataca de lleno a los jóvenes -6 de cada 10 tienen contratos provisionales-, nos equivocaremos si pensamos que éste es un problema exclusivo de la juventud y de personas de poca formación. El profesor Luis Toharia ha constatado que entre 1991 y 2004, la edad media de los trabajadores temporales pasó de 29 años en 1991 a 33 en 2004. No hay razones para creer que esa progresión se haya detenido.

Con una licenciatura y un doctorado, Tomás Fernández, traductor de libros del inglés, nunca ha tenido un contrato fijo, y eso que ha cumplido ya 49 años. Nada más casarse, a los 26 años, abrió con su mujer una academia de idiomas y empezó a estudiar filosofía, su gran pasión. Obtuvo una beca para estudiar en Harvard -500 seleccionados entre 25.000 aspirantes- y una plaza de profesor suplente de Ética y Política en la universidad vasca. "Me encantaba dar clases y lo hacía muy bien, según mis alumnos, pero escribí un artículo crítico con el nacionalismo y ya no volvieron a contratarme para cubrir otras bajas en el profesorado. Me quedé entre el cielo y la tierra", indica.

Trabaja en su casa de San Sebastián -"el piso es de mis padres, yo no podría pagar una hipoteca", aclara-, tiene un hijo en la universidad y ha renunciado a pagarse el seguro de autónomos. Bromea con la ocurrencia de que debería encomendarse a diario a Santa Tecla. "Es que me pagan por golpe de tecla. Cobro 9,10 euros por holandesa traducida, lo que significa 2.500 caracteres y una hora de trabajo". Tomás recuerda ahora con sarcasmo la doctrina de aquel profesor suyo de Harvard que sostenía que se podía "humanizar el capitalismo a base de reducir las diferencias". Ésta es ahora su tesis: "La precariedad es el signo de los tiempos, llega con la aparición de la modernidad. La economía toma el mando de la política y dice qué se puede hacer y lo que no. Así, tenemos a la generación más preparada en los contratos basura".

En España ya existe una generación forjada en la temporalidad que introdujo la reforma laboral de 1984. Lo explica el director general de Trabajo, Raúl Riesgo. "Alarmado en un momento en el que el paro llegaba al 25%, el Gobierno aprobó una reforma laboral que facilitaba los contratos temporales. Se trataba de crear empleo como fuera, pero en la convicción de que la provisionalidad desaparecería en cuanto se normalizara la situación", indica. Lejos de eso, la cultura de la temporalidad arraigó con fuerza en el mercado laboral, particularmente en Andalucía, Extremadura y en el sector de la construcción, y se extendió y aceleró a partir de 2000 con el despegue general de la "descentralización productiva", el proceso de subcontrataciones sucesivas en cadena. "La reforma de 2006 ha resultado eficaz porque hemos reducido la temporalidad 4,6 puntos en dos años, pero es verdad que la desaceleración cambia completamente el escenario", afirma el subdirector general de Estudios sobre Empleo, Alfonso Prieto.

"Estamos con las carnes abiertas porque hay empresas que suspenden pagos y no sabemos qué va a pasar", dice Manolo Villalba, alicatador en Alcalá de Guadaira (Sevilla). Desde que empezó a trabajar, a los 16 años -ahora tiene 39-, Manolo sólo ha conocido contratos temporales, por terminación de obra o servicio. Como lleva fama de alicatador fino y ha cogido los años del frenesí constructor, tiene cotizados a la Seguridad Social 17 de los 23 años posibles. No está nada mal, pero ahora que el miedo ronda las obras, Manolo se pregunta si podrá volver a respirar, y eso que, como él dice, es un hombre curtido y echao p'alante.

La opinión de que el contrato temporal cumple un papel positivo, en la medida en que actúa de puente o trampolín para salir del paro, adquirir experiencia y aspirar a un empleo estable, queda corroborada en la práctica en el caso de aspirantes cualificados, particularmente los ingenieros informáticos o de Telecomunicaciones y los dobles licenciados en Derecho y Administración de Empresas. Pero la teoría que predica las bondades de la temporalidad palidece al contacto con esa otra realidad del trabajo mal pagado, ejercido en condiciones y horarios peores y sin acceso a una verdadera formación. Las empresas no gastan en formar a alguien que no se va a quedar. Justificada en el caso de determinados trabajos de temporada, la provisionalidad es, por lo general, antagónica con la productividad y viene aplicándose en España de manera abusiva e indebida. Aunque se esgrimen razones variadas para explicar el fenómeno -desde el coste del despido hasta la disciplina y la sumisión al jefe que la inseguridad conlleva-, puede que la estructura productiva (turismo, hostelería, construcción, el campo) haya contribuido al arraigo de este hábito.

Lo que no se explica, salvo que invoquemos nuevamente al signo de los tiempos, es por qué la temporalidad lleva años incrementándose también entre el personal laboral no funcionario de las administraciones públicas, en la sanidad, la educación y en sectores profesionales cualificados. "Junto a la idea de que la vía natural de entrada en la empresa es el contrato temporal, existe la convicción de que la indemnización por despido del trabajador indefinido es mucho más gravosa. Son apreciaciones erróneas", sostiene el director general de Trabajo, "ya que las rebajas de las cotizaciones sociales superan a menudo las indemnizaciones por despido".

Según el profesor Luis Toharia, un tercio de los trabajadores eventuales acaba siendo víctima del "atrapamiento en la temporalidad", concepto que aplica a aquellos que encadenan contratos y periodos intermedios de desempleo y corren el serio riesgo de quedar excluidos del mercado laboral.

Tomás Fernández, traductor de 49 años que vive en San Sebastián y nunca ha tenido trabajo fijo.
Tomás Fernández, traductor de 49 años que vive en San Sebastián y nunca ha tenido trabajo fijo.JESÚS URIARTE
Manuel Villalba, obrero de la construcción que pasará al paro.
Manuel Villalba, obrero de la construcción que pasará al paro.PÉREZ CABO
Ana Sánchez ha llorado cuando pedía Trabajo.
Ana Sánchez ha llorado cuando pedía Trabajo.LUIS SEVILLANO

El síndrome del "quemado" laboral

La temporalidad no tiene por qué ser una trampa mortal -de hecho, hay profesionales que así se ganan muy bien la vida-, la prolongación del estado de incertidumbre incrementa el peligro potencial de deslizamiento al subempleo y al progresivo deterioro de las condiciones de vida. Salir del paro no significa, necesariamente, vencer a la precariedad. Uno de cada tres eventuales sale del negro (paro) para entrar en el gris (temporalidad) y volver a caer en el negro, círculo fatal que genera grandes sufrimientos, mina la productividad del país y grava las cuentas de la Seguridad Social.

Precariedad no es sinónimo de temporalidad. "Cuando me ofrecieron el contrato indefinido me supo a gloria, pero lo que pasa es que es un trabajo de mierda, con un salario de mierda que me sitúa en la perspectiva de una vida de mierda", exclama una administrativa situada en la treintena. También las operadoras de los Call Center, por ejemplo, tienen trabajos fijos discontinuos que no engordan las estadísticas del trabajo eventual. Les pagan a 4 o 5 euros la hora y no saben si van a trabajar 2, 3 o 4 días a la semana. Lo que saben es que si no trabajan, no ganan, ni cotizan a la Seguridad Social. "Como auxiliar administrativo, cobro por convenio 700 euros mensuales y aunque trabajo 40 horas semanales, tengo que compartir el piso, a veces, con desconocidos, para sobrevivir en una ciudad como Madrid. Da igual que tengas carrera universitaria porque, en la práctica, el sistema no te reconoce el derecho a vivir de tu sueldo, a ser independiente". Es el síndrome del "quemado" laboral.

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