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Columna
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El socialismo liberal / 3

No hay programa más movilizador que el de una buena utopía, sobre todo si es necesaria

El pensador y analista social Jürgen Habermas, considerado la figura más relevante de la segunda hornada de la Escuela Crítica, no puede calificarse como un miembro de pleno derecho del grupo promotor del socialismo liberal, pero su obsesión por la urgencia en refundar la democracia y su insistencia en la necesidad de repensar el socialismo lo sitúan en el cogollo mismo de las preocupaciones de quienes defienden que la libertad que aparece como quintaesencia del liberalismo y la igualdad que se presenta como el propósito fundamental de los socialistas sólo pueden existir de manera efectiva si logran realizarse conjunta y simultáneamente.

Habermas, que comparte este supuesto, parte en su análisis del descalabro de la experiencia comunista, sobre la que tiene una opinión matizada, por cuanto, si por una parte condena severamente el totalitarismo, por otra teme y lamenta que con el fin del comunismo desaparezcan las exigencias sociales introducidas para equilibrar el dogma productivista, el primado absoluto de la economía y el reino de la desigualdad, características del capitalismo contemporáneo que el socialismo ha aceptado tal cual y con las que ha declarado que es necesario convivir.

Por otra parte, los socialistas al recibir de su propia tradición y de los comunistas una herencia en la que el trabajo es el único valor capaz de organizar la sociedad y el pueblo es el referente central y el portador capital de la soberanía popular, confirman y radicalizan las servidumbres a que conducen las características descritas. Por eso frente a ellas, al igual que frente al mitificado colectivo de trabajadores asociados, de lo que se trata es de establecer una comunidad pública de ciudadanos capaz de dar respuesta cabal al mayor número de demandas de cada uno de ellos. Frente a los macrosujetos, como el pueblo y la clase social, cuya sola virtualidad hermenéutica reside en su abstracción y generalidad y cuya exclusiva utilidad es como arma del combate político, se trata de volver, escribe Habermas como nos predicaba Husserl, a las cosas mismas, de encontrar en la intersubjetividad asumida de los actores y de sus prácticas el cimiento real de nuestra vida en común, lo que equivale en el ámbito político a apoyarse en el conjunto de interacciones, sobre todo comunicativas, que pueblan el espacio de la deliberación pública y constituyen la trama última de la democracia. Más allá de los imperativos de la sociedad del trabajo y de la ética puritana que le confiere validez máxima, Habermas nos invita a privilegiar el mundo de la comunicación humana y de la interacción ciudadana, a sustituir el ethos del trabajo por la ética del diálogo como ya había adelantado Guido Calogero.

La temática del tiempo cobra así relieve especial como no-trabajo o tiempo libre, como el espacio por excelencia de la realización personal que a su vez exige que todos los individuos dispongan de una renta mínima garantizada que se les concede no en cuanto trabajadores sino en cuanto ciudadanos. Habermas no ha desarrollado especialmente esta problemática pero sí lo han hecho los habermasianos, y en particular J.M. Ferry, quien ha propuesto una asignación dineraria anual, universal y permanente, que libere de la obligación de ser convencionalmente rentables y permita ayudar a los demás en campos específicos de la solidaridad como la enseñanza, la salud, la infancia, los ancianos, etc., actividades que Ferry califica con André Gorz como contribución social.

Este último evaluaba en 20.000 horas el volumen de la prestación que cada individuo deberá proveer como contrapartida de la citada asignación. Dado que la complejidad económica de la sociedad contemporánea y nuestra escasa capacidad inventiva nos obligan a continuar con el mercado es fundamental, por una parte, vedarle la sociedad y confinarlo en la economía y por otra hacer del Estado social y ecológico de derecho su imperativo acompañante. Un Estado que encarne y realice un nuevo Welfare State y que más allá de la burocratización y de los corporatismos restablezca la igualdad entre los que tienen un trabajo y los que sin él sólo tienen la exclusión como destino. Un Estado que alumbre una socialdemocracia en la que se ponga fin a la práctica del privilegio y se universalicen los intereses mediante el diálogo y el consenso. Lo que producirá una verdadera democracia en la que el ejercicio de la libertad de cada cual contribuirá a que todos vean satisfechas el mayor numero posible de sus necesidades y preferencias; es decir, su efectiva igualdad.

Éste es hoy el único contenido deseable del único socialismo posible, el liberal. ¿Utópico? No hay programa más movilizador que el de una buena utopía. Sobre todo si es necesaria.

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