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Columna
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Niños

En realidad, la infancia se inventó anteayer. Es decir, en esas emotivas postrimerías del siglo XVIII en que las damiselas leían a Rousseau y existían filántropos que creían firmemente y sin rubor que el hombre es bueno si se le deja pastar en libertad por los campos, como a cabras. La historia del arte nos enseña que sólo entonces comenzaron los niños a protagonizar pinturas: niños haciendo de niños, quiero decir, y no los príncipes ecuestres de Velázquez ni los golfos empachados de melón que prefería Murillo. En los pasteles de Chardin, en las escenas de cámara de Goya, el niño es una criatura tierna y sin desbastar, a la que todavía el mundo no ha sometido a la crueldad de sus disposiciones: una crisálida, el amago de un hombre que necesita que se le riegue y se le cuide contra el pulgón y los gorgojos para hacer de él un árbol bien esbelto. Sólo entonces, por increíble que nos resulte, la infancia comenzó a ser contemplada como ese reino de algodón y tentativas con que lo identificamos hoy. Se habían establecido las bases para hacer del niño un ser privilegiado y no un mero retrasado mental que depende del humanitarismo de sus tutores: ahora, en su calidad de promesa, de diamante sin tallar, el niño debía disponer de tiempo para jugar, de una educación consistente, de ilusiones y fantasías que en su día dotarían de color los pensamientos más asentados del individuo adulto. Luego llegaron los cuentos y los gatos con botas, las hadas, los soldados de plomo, el canesú, la magdalena de Proust, la mitología. Ser niño pasó de estado doloso, de minusvalía, a una auténtica distinción; es más: sólo los niños, aparte de borrachos y profetas, tenían acceso a la verdad que los labios no pueden pronunciar sin quemarse. Poco a poco el niño se hizo tabú, objeto de vitrina, animal sagrado, patrimonio. Fue cuando Rilke acabó por afirmar, nostálgico, que la patria de todos está en la infancia.

La inocencia y el presunto bienestar de los niños han disculpado tonterías sin cuento, la mayoría auspiciada por una pedagogía a la que quiero suponer buenas intenciones. A saber: reducción de la realidad a un recinto con moqueta y paredes pintadas, identificación de la verdad con la música, con los colores, con la libertad, con la espontaneidad, con la gimnasia, con el juego, con los fuegos artificiales. Para los niños el universo debe ser un lugar maravilloso que despliegue ante sus ojos motivos continuos para la gratitud y el asombro; un parque de atracciones con seguridad reforzada donde los clientes no tengan que preocuparse de otra cosa más que de brincar, divertirse y eludir el mañana, ese sitio donde los caballitos no son de madera. Cualquier severidad, cualquier obligación debe ser dejada de lado, so peligro de romper el espejismo: nada de malas palabras, de advertencias, de castigos que insinúen a los frágiles novicios que la vida es una residencia hostil y áspera donde abundan más las dentelladas que los besos y no todos los colchones se asemejan a la pechera de un ganso. El absurdo llega hasta el límite de prohibir a los padres emplear una cachetada correctiva en el momento en que sus hijos estén a punto de arrojarse por una ventana o introducir los dedos en un enchufe; hasta el límite de, como acaba de suceder en Cádiz, apartar a una mujer de la niña que cría por haberse atrevido a lesionar su carácter con un bofetón. La violencia no es herramienta adecuada para una correcta educación, pero existen, creo yo, sutiles matices de calidad y de grado entre la advertencia de un tirón de orejas y una colilla caliente sobre la piel de la espalda. Quienes conculcan el cachete salvan al niño para condenar al adulto que ha de reemplazarlo. Y lo condenan al destino de los malos boxeadores: a ofrecer la cara descubierta a los puñetazos futuros.

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