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Columna
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Prejuicios

En su inercia, la mente tiende a prescindir de los matices y a reducir la realidad a líneas maestras, a esquemas. El mundo se convierte en un instrumento mucho más cómodo y fácil de manejar si se le simplifica y si el pesado volumen de instrucciones que le acompaña se rebaja drásticamente a dos o tres sugerencias de uso. Los prejuicios ayudan bastante al respecto: son, por así decirlo, la chuleta sobre las leyes generales del universo, el cuadro sinóptico del funcionamiento de las cosas sintetizado para nosotros por las generaciones que nos precedieron. Para qué enredarse en comprobar experimentalmente, para qué dejarse extraviar por imprevistos y ambigüedades; en refranes, frases hechas y tópicos ya figura el grueso de todo lo que tenemos que saber, y sin necesidad de ir a ninguna parte a buscarlo. No se trata de un acervo desdeñable: casi cincuenta páginas de apretadas definiciones, consejos y normas ocupa el descacharrante Diccionario de prejuicios (o, en traducción mimética del francés, de ideas recibidas) con que Flaubert pretendía cerrar su novela inconclusa sobre la esterilidad de la erudición, Bouvard et Pécuchet. Allí se nos facilitan las frases que debemos pronunciar, sin necesidad de pensarlas, siempre que mencionemos a los animales: "¡Ah, si los animales pudieran hablar! Hay algunos que son más inteligentes que las personas". O la imaginación: "Siempre viva. Desconfiar de ella. Cuando no se tiene imaginación, denigrarla en los demás. Para escribir novelas, basta con tener imaginación". En cuestiones de moral y de política, es bastante socorrido dividirlo todo en dos mitades, como si se tratara de un partido de fútbol: el bien, la justicia y la belleza pertenecen a la portería izquierda (o a la derecha, en el segundo tiempo), y sus contrarios, mal, injusticia, fealdad, al campo opuesto. La práctica totalidad de gestos del ser humano, desde los sentimientos patrióticos hasta la inversión en bolsa, pasando por la educación de los hijos, la manicura, el footing o el calentamiento global, cabe dentro de este tablero maniqueo; no existen reservas: un objeto, una palabra, un ademán pueden ser buenos o malos, blancos o negros, pero jamás mulatos.

Ese mismo prurito de pureza racial es el que anima a los dos partidos mayoritarios a la hora de orientar nuestro voto desde los medios de comunicación. Si estamos de acuerdo con ellos, la papeleta que precipitemos en la urna tendrá el color del chocolate o el de la nata, y ahí concluye la gama del arco iris. Lo cual quiere decir, para aclararnos, que el espectro de principios políticos es igual de limitado y que todas las ideas que el cerebro humano puede alumbrar en torno a la organización de la sociedad y la gestión del Estado (en sus diferentes aspectos o ministerios, sanidad, educación, obras públicas, economía, industria, cultura) deben encontrarse forzosamente en el programa del PSOE o en el del PP. Por supuesto que la política no acaba en los debates de los lunes ni muchísimo menos, pero ya es demasiado tarde para dar la alarma. Por mucho que el pobre Diego Valderas, como su homólogo nacional desde Madrid, levante la voz y acuse a los medios de comunicación de simplismo, connivencia y desatención, no parece que su pataleta vaya a remediar mucho la cosa. No sé si a causa de un contagio del sistema británico o del norteamericano, o de la propia incompetencia de la formación que Valderas representa, lo cierto es que Izquierda Unida ha quedado un tanto al margen, en la cuneta de las posibilidades electorales, y que lo gordo de la tarta, al menos la parte que lleva la nata y el bizcocho, pertenece a los dos partidos de siempre, el del yin y el del yang, Mortadelo y Filemón, Laurel y Hardy, Fred Astaire y Ginger Rogers. La tercera vía era un timo de Blair, y la cuaderna se la dejamos al mester de clerecía.

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