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Crítica:DIOSES Y MONSTRUOS
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El fastidioso prestigio de las tragedias

El galardón de cine nunca cae por caprichosas razones de rifa ni obedece a la casualidad. Jamás aparece la comedia

Carlos Boyero

No sentía un especial estímulo ni demasiada ansiedad cuando se proyectó en el Festival de Cannes la película rumana Cuatro meses, tres semanas, dos días, aunque los rumores de algunos informados y de los profetas habituales aseguraran que iba a ser el gran descubrimiento del año. Se abusa tanto de los continuos y maravillosos hallazgos en cinematografías exóticas y de la beatificación intelectual de genios de temporada, que lo más higiénico para tu receptividad y para tu paciencia es el escepticismo.

Afortunadamente, de vez en cuando esos pronósticos se confirman y te deslumbra o te conmueve una película sin referencias, firmada por alguien al que desconoces. Me ocurrió hace muchos años con ese poema escalofriante, inolvidable y doloroso titulado Léolo, exhibida el último día del Festival de Cannes de 1992 en una sala semivacía, dirigida con tanto desgarro como identificación emocional con ese acorralado y lúcido niño que repite obsesivamente "porque sueño, no estoy loco" por un juglar hipersensible e insólito llamado Jean-Claude Lauzon, una película que sabes que va a ocupar un lugar privilegiado en tu memoria y en tu corazón durante el resto de tu vida. Volví a sentir ese pálpito, aunque con menor intensidad, cuando descubrí en parecidas circunstancias los lacerantes Amores perros de Alejandro González Iñárritu.

El único de los grandes cómicos que tiene bula en los congresos de la 'intelligentsia' es Woody Allen. Ya se sabe, por su irresistible agudeza intelectual

En el caso de Cuatro meses, tres semanas, dos días, dirigida por Cristian Mungiu, es difícil que no te contagies del clima angustioso y depresivo que chorrea la sórdida historia de esa cría que necesita abortar clandestinamente en la indeseable Rumania de Ceausescu, de ese universo grisáceo y acojonado en el que las miserias alimentan la problemática supervivencia cotidiana, regido por la delación, el estraperlo, el chantaje y el miedo. Y te aterra recordar la audacia o la inconsciencia de tanto progresista internacional e instalado al intentar exaltar, justificar o mitificar aquella abominable dictadura con conveniente disfraz socialista.

Consecuentemente, no sorprendió a casi nadie que el jurado de Cannes le concediera el año pasado la Palma de Oro a la sensación de verdad que desprende este retrato de la desolación y del mezquino sálvese quien pueda en un mundo totalitario, represor y estratégicamente cruel. Un festival que presume de poder elegir lo más selecto del mercado siempre podrá alardear de su vocación ancestral de Cristóbal Colón del cine con este tipo de joyitas trágicas. También de la plataforma internacional que supone figurar entre sus invitados. A partir de ese ambiciado trofeo, lo más probable es que al sombrío alegato rumano le caigan todo tipo de premios y distinciones, que se convierta en la película europea del año, de obligatoria visita para esa clientela minoritaria y selecta que sólo se acerca al cine para degustar temáticas trascendentes, concienciadas y sociales, autores venerados por la crítica seria, obras en las que está descartado eso tan estigmatizado y frívolo de pasar un buen rato. El vulgarizado concepto de matar el tiempo, cuyo significado está más relacionado con la filosofía nihilista que con la superficialidad lúdica, está excluido entre los placeres de los espectadores que sólo se plantean el cine como una reliquia cultural, como estímulo del intelecto, con certificado de profundidad y turbación.

El galardón de cine prestigioso nunca cae por caprichosas razones de rifa ni obedece a la casualidad. Repasen la lista de esos objetos de culto que bendicen los festivales y las academias y descubrirán que jamás aparece la comedia, ese género al que íntimamente los enfáticos popes de la cultura con mayúsculas siguen considerando menor. El arte más difícil del mundo, consistente en provocar la sonrisa y la risa, sigue provocando alergia o forzada condescendencia en los templos del espíritu, en los pretenciosos barómetros del gran cine.

Nadie medianamente sensato y con respeto hacia la evidencia puede negar el clasicismo de gente que dedicó mayoritariamente su existencia y su talento a hacer reír al espectador, directores incontestablemente geniales como Buster Keaton, Ernst Lubitsch, Preston Sturges, Charles Chaplin y Billy Wilder, pero resulta difícil imaginártelos compitiendo en los festivales de cine importante. Como mucho, lo haría el Chaplin con elaborado mensaje social de Tiempos modernos y El gran dictador, pero jamás el hilarante Chaplin de los cortos. También el Wilder duro y trágico, pero el de Un, dos, tres y Con faldas y a lo loco estaría anatemizado. De los hermanos Marx, ni hablemos. El único de los grandes cómicos que tiene bula en los congresos de la intelligentsia es Woody Allen. Ya se sabe, por su irresistible agudeza intelectual.

Si nos olvidamos de la comedia y de la comicidad, encontramos paradojas tan despreciables como que a John Ford, el hombre que expresó lo mejor de sí mismo y lo que más amaba a través del western, nunca le concedieran un oscar por ellos. El Ford al que pretendieron legitimar con premios fue el que abordaba temas con impacto social, el de El delator, Las uvas de la ira, Qué verde era mi valle y El hombre tranquilo. En el caso de esta última, al igual que cuando le dieron el oscar a El apartamento, los académicos se despistaron, ya que se trata de comedias, las dos más hermosas de la historia del cine.

Tampoco me imagino a los que seleccionan las vanguardistas, densas y revolucionarias películas que ven la luz en los festivales, sintiendo orgasmos por incluir en sus ansiadas listas algo firmado por el magistral todoterreno Howard Hawks o por el más inventivo creador de formas visuales que ha parido el cine, un tal Alfred Hitchcock, aunque queda muy bien dedicarle retrospectivas cuando ya no están en activo o la han palmado. Qué grima lo de la seriedad forzada, lo del cine empeñado en restregarte en cada plano que te está ofreciendo arte.

Fotograma de  <i>Léolo</i> (1992),  de Jean-Claude Lauzon.
Fotograma de Léolo (1992), de Jean-Claude Lauzon.

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