_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Ángel en Madrid

A Madrid se le ha muerto uno de sus poetas: Ángel González. Ya sé que era asturiano y que ejercía de tal, pero a Madrid para que se le muera un poeta no le hace falta que en el documento de identidad del fallecido figure como natural de Madrid. Tampoco se distingue a un poeta de Madrid porque la nombre; es una ciudad acostumbrada a que se le cante poco y muchas veces aparece en los poemas sin ser nombrada, sencillamente por vivida, que es la mejor manera de que una ciudad pueda ser reconocida en la poesía y el poeta como suyo por la ciudad. Y para sentir Madrid, o sentirse de Madrid, no es preciso renunciar a la tierra originaria. En el caso de Ángel González bastaba ver con qué ilusión llegaba de Albuquerque, se iba unos días a su Oviedo, y con qué gusto volvía a este territorio madrileño de la amistad. Bastaba con interpretar el ansia de volver que alimentaba sus sueños para saber hasta qué punto Madrid era para él el espacio de la noche y de la vida.

Todos eran como él: defensores de la libertad, ajenos a los cantos de sirenas de los tibios
Eran tiempos de plenitud vital para la generación de los cincuenta que se encontraba en la noche

El Madrid de Ángel González fue fundamentalmente un Madrid de noches y madrugadas que conoció distintos escenarios desde los años cincuenta, y albergó en el tiempo a amigos que iban y venían: Carlos Barral, por supuesto; a veces Jaime Gil de Biedma, por ejemplo; raramente, Costafreda. Y muchos otros, de aquí y de allá. Más los que siempre estaban: Aurora de Albornoz, Pepe Esteban... Tantos... Todos encontraban en el poeta al mismo de siempre: alguien que era, como Madrid, un punto de encuentro para unos y otros. Y casi siempre los unos y los otros eran como él: defensores de la libertad, ajenos a los cantos de sirenas de los tibios. Y, desde el punto de vista de la poesía, llaneza. Es decir, un modo machadiano de sentir, pensar y expresarlo poéticamente, al que las modas literarias en su girar encontraban siempre en el mismo sitio. Tal vez se reconocería en un aforismo de Carlos Marzal que aparece en su reciente libro Electrones: "Hay un extraño placer en sentarse a esperar cómo lo que ha dejado de estarlo vuelve a ponerse de moda".

Además, se renovaba siempre con las nuevas amistades literarias que iban incorporándose a aquellos lugares de encuentro habitual: el Café Gijón, Oliver y Bocaccio, para empezar; luego el musical Bourbon, de Diego de León, y no recuerdo si antes o después, más tarde o más temprano, los drugstores de Velázquez o Fuencarral. Recuerdo mejor los variados espacios tabernarios, los bares cutres, cerca de los mercados madrileños, donde el olor a pescado fresco anunciaba la mañana entre camioneros dispuestos a la faena. Eran tiempos de plenitud vital para la generación de los cincuenta que se encontraba en la noche de Madrid: Francisco Brines y Claudio Rodríguez, por ejemplo, junto a Carlos Bousoño, compañero éste de Ángel en los juegos ovetenses de la infancia de ambos, pero de la generación anterior tan sólo por un año. De todos modos, las complicidades políticas o afinidades vitales de la generación del cincuenta no eran siempre exactamente las mismas. Ni siquiera, y entre los más amigos, las literarias. Pero podía más entre ellos la vida que la literatura, o una cosa por la otra, con lo que no es extraño que Caballero Bonald se reclame un cómplice de Ángel como lo fue sin duda en la concepción del mundo y en la forma de vivirlo más que en la de contarlo. Tampoco es raro que gente de otras generaciones, como Joaquín Sabina, incorporado más tarde al trato con Ángel, se sienta huérfano a su muerte. Debe ser el mismo sentimiento que experimente alguien como su editor, Chus Visor, que transitó de unas generaciones a otras con Ángel González y sus noches. O el de Luis García Montero, empeñado ahora en su biografía, y que ciertamente compartía con González una misma opción poética.

Pero entre los muchos rostros que la muerte del poeta me ha traído a su escenario madrileño de la noche estaba también el que quizá más lo había visto de día por coincidencias laborales: Juan García Hortelano, funcionario como él en el Ministerio de Obras Públicas en tiempos de acogidas clandestinas en la casa de Ángel en San Juan de la Cruz, fundamental escenario madrileño de su vida y de la de otros, del que si no me confundo habla en sus excelentes memorias Caballero Bonald. Las risas de los tres -Ángel, Hortelano, Caballero- me vinieron al recuerdo como las risas cómplices de esas largas noches madrileñas de farra en las que el humor los unía tanto como la vida, el alcohol, la política y la literatura.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_