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Profecías cumplidas

Javier Cercas

1 El 11 de septiembre de 2001, mientras contemplaban por televisión cómo dos aviones embestían las Torres Gemelas, millones de personas padecieron una inconfundible sensación de irrealidad, pero sólo los lectores de Don DeLillo tuvimos el pálpito instantáneo de estar sumergidos en una ficción urdida por Don DeLillo. Reconocido como uno de los grandes escritores de nuestro tiempo, DeLillo llevaba muchos años anunciando, en sus novelas tensas, feroces, alucinadas y elusivas, la catástrofe acaecida en Nueva York, o ésa es al menos la impresión ilusoria que en algún momento tuvimos muchos de sus lectores, para quienes algunos libros de DeLillo, como Jugadores o Mao II, parecieron cobrar retrospectivamente, a la luz del 11-S, un sentido distinto, como si se tratara de atroces profecías cumplidas. Sabemos, pues, qué es lo que aquella mañana increíble pensamos muchos lectores de DeLillo, pero no sabemos qué es lo que pensó DeLillo. ¿Pensó que hay que tener mucho cuidado con lo que se imagina, porque puede acabar ocurriendo? ¿Pensó que las palabras preparan el camino de las cosas, son precursoras de actos venideros, chispas de incendios futuros y en consecuencia se sintió culpable de lo que había escrito en sus libros? ¿Pensó, como Imre Kertész, que el mundo que nos rodea es absolutamente ficticio, y a la vez mortalmente real? ¿Pensó, como Lacan, que la verdad tiene estructura de ficción o, como Oscar Wilde, que la verdad es sólo una cuestión de estilo, y en consecuencia sintió que el ataque a las Torres Gemelas era una terrorífica confirmación de su talento de escritor? Casi inevitablemente, DeLillo ha terminado escribiendo una novela sobre los atentados del 11 de septiembre: El hombre del salto; la novela no es mala (DeLillo no escribe novelas malas), pero, casi inevitablemente, es decepcionante, o al menos no es tan buena como sus seguidores esperábamos, igual que si DeLillo hubiera sido incapaz de gestionar la realidad que ha profetizado.

2 DeLillo ha subrayado a menudo la similitud entre el escritor y el terrorista. "El verdadero terror es un lenguaje y una visión", ha escrito. "Hay una profunda estructura narrativa en los actos terroristas, que infiltran y alteran la conciencia de la misma forma en que los escritores aspiran a hacerlo". Esto explica, quizá, la absoluta incompatibilidad entre el escritor y el político en las sociedades democráticas: el político aspira a preservar o mejorar el orden social; el escritor, a subvertirlo, y tal vez en última instancia -de forma más o menos secreta-, a destruirlo. Esto explica, quizá, la profunda hostilidad que -de forma más o menos explícita- se profesan el político y el escritor: sus lenguajes no son sólo distintos, sino incompatibles. Y esto explica en parte, también, que cuando un escritor temerario se mete en política, el resultado es con frecuencia catastrófico para la política y para la literatura: el escritor puede ser un buen intérprete de la realidad y hasta un buen profeta, pero casi siempre es un mal gestor.

3 Si DeLillo hubiera leído a Ricardo Piglia, el 11-S habría tal vez recordado una escena ocurrida en el café Arcos, en Praga, a finales de 1909. La conté hace tiempo en esta misma columna, pero quiero contarla otra vez. Dos jóvenes que se han conocido por azar conversan sentados a una mesa. El primero tiene veintiséis años: es tímido, es checo, es doctor en Derecho y trabaja en una compañía de seguros, pero sobre todo es escritor; el segundo tiene veinte años y también es artista, un artista fracasado que se gana la vida pintando tarjetas postales y vive semiclandestinamente en Praga porque, además de ser un artista, también es un desertor austriaco. Los dos jóvenes conversan; mejor dicho: el pintor habla y el escritor escucha. Los ojos del pintor escupen fuego; su boca, la utopía atroz de un mundo convertido en una inmensa colonia penitenciaria. El escritor sigue escuchando atónito, y mientras lo hace piensa que las palabras preparan el camino de las cosas, son precursoras de actos venideros, chispas de incendios futuros. Piensa: "Si estas palabras pueden ser dichas, entonces es que pueden ser realizadas". El escritor, naturalmente, se llama Franz Kafka; el pintor, naturalmente, Adolf Hitler; la escena no es real, aunque sí verosímil: la inventó Piglia para su novela Respiración artificial. Después de Auschwitz, los relatos de Kafka adquieren un sentido distinto, como si fueran espantosas profecías cumplidas, así que, si Kafka hubiera vivido lo suficiente para saber de Auschwitz, quizá habría sentido lo mismo que sintió DeLillo cuando vio estrellarse los dos aviones contra las Torres Gemelas y habría pensado que la realidad es absolutamente ficticia y a la vez mortalmente real, y que la verdad tenía la estructura y el estilo de sus ficciones. Cabe dudar de que Kafka se hubiera atrevido a escribir sobre Auschwitz, pero, conociéndolo, es casi seguro que se habría sentido culpable de haber imaginado un mundo donde Auschwitz era posible; tal vez DeLillo sea distinto. Sea como sea, tanto uno como otro saben con precisión lo que nadie debería olvidar ni un segundo: que las palabras fabrican realidad, y que, como poner bombas, imaginar es cualquier cosa menos un acto gratuito.

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