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El sueño del corazón

Es una curiosidad vivir en esta época en que uno puede viajar a cualquier país de Europa por un precio de risa -lo promete la publicidad de una compañía aérea; hay otras, hay gran variedad de ofertas- porque tiene el capricho de completar su colección de euros. Sin embargo, si tu vivienda se encuentra en una urbanización situada a veinte o treinta kilómetros de tu lugar de trabajo en la gran ciudad, lo más probable es que nunca llegues a tu hora, que pases parte de la mañana en el agobio de una larga serpiente automovilística o que, simplemente, te saquen del tren para colocarte en un autobús que te acercará a tu destino, sin ni siquiera pedirte permiso. Por no hablar de regresar a casa después de la jornada laboral.

¿Puede aspirarse a una existencia más paradójica? El mundo a nuestro alcance, las afueras cada vez más lejos. Puede aspirarse a una existencia más sensata, sí, pero habrá de pasar un buen rato antes de que la pongamos en práctica. El homo urbanus actual es, sobre todo, extra urbano, lo cual le ha reducido a una inexorable mutación. Mientras no adelanta ni acelera en su camino del trabajo a casa y de casa al trabajo a causa, precisamente, de los avances del transporte y otros medios de loca locomoción, a sus antenas de captación de lo audiovisual les ha brotado una membrana compensatoria que le mantiene conectado a las proezas de la gran velocidad.

Se veía venir que inventarían algo para que no nos diéramos cuenta de que el negocio consiste en llenarnos de coches y en hacernos soñar con que nos movemos. No basta con los anuncios automovilísticos -esa lujuria de coches que se brindan a transportarnos como nunca lo conseguirán en la realidad-, hay que sumergirse en un tipo de virtualidad inteligible, que una aquello a lo que aspiramos -la velocidad, el triunfo, la huida- y lo haga en clave de serial con tintes melodramáticos. Ese algo -que ya estaba inventado, pero que ha reverdecido con la espectacularidad y contundencia de un parque temático- es la fórmula 1, cuyos avatares se encadenan como las mil y una temporadas y copas y lo que sea de fútbol. Terminada una ronda mundial de velocidad y pasión, nos dirigimos hacia otra, sin apenas haber circulado por los aledaños de nuestro ser cotidiano.

¿Sueñan los caracoles con que les contrate Ferrari o Renault? Posiblemente sí. Posiblemente, para dormirse, los caracoles cuentan pilotos de fórmula 1.

Una vida sensata resultaría de seguir algunos de los consejos que se dieron en El País Semanal de hace un par de semanas, dedicado al llanto del planeta y a las posibilidades de arreglo que se nos ofrecen. Vivir en el centro antiguo de las ciudades, ir a la compra al comercio de la esquina, abandonar el vicio adosado o aparcelado. Reducirse, reconducirse, moverse a pie. O atenerse a las consecuencias.

Por ejemplo, en la estela de las dificultades de los barceloneses para salir de o ir hacia sus periferias, desencadenadas por lo que podríamos llamar la Maldición del Subsuelo -pone los pelos de punta imaginar lo que hay debajo de núcleos humanos tan antiguos-, a quien esto firma le ocurrió algo aparentemente impropio de estos tiempos tan dinámicos. Había quedado con una amiga para almorzar. Pero el caos circulatorio nos impidió a ella y a mí abandonar nuestros respectivos barrios -y eso que en circunstancias normales y bajando o subiendo en línea recta por una calle fluida tal operación no supondría una inversión de más de veinte minutos en taxi-, ni tan sólo para encontrarnos a medio camino. Ese día tuve que comer con otra persona porque, al tener su oficina cerca de mi casa, pareció lo más natural que lo que el tráfico había separado la vecindad lo sustituyera.

No es que me queje. De la sustitución se destiló una reflexión que nunca viene mal en momentos de vanidad extrema o exceso de autosuficiencia: no somos nadie, me dije. O más exactamente, no nos movemos nada, pese a lo que nos agitamos.

Miré a mi alrededor y vi numerosos y repetitivos carteles: "Perdonen las molestias", "Trabajamos para realizar mejoras".

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