_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Noches en blanco

A Javier Mije

El cuadro es bien conocido entre los amantes de los afiches y las tiendas de marquetería: a esa hora incierta de la madrugada en que las almohadas huelen a sudor y remordimientos, tres personajes huérfanos, dos hombres y una mujer, buscan refugio en una cafetería. El curioso que visite el Instituto de Arte de Chicago, donde se conserva, los contemplará como a través del cristal de una pecera, macilentos y tal vez aburridos sobre la barra de caoba, atrapados en una conversación interrumpida con el camarero de la que sólo esperarán un aplazamiento de la soledad o el cansancio que les ha hecho ingresar en el local. Edward Hopper, que los pintó en 1942, les dio el título de nighthawks, aves nocturnas, golondrinas que han extraviado la ruta del nido, parientes menores de esos fantasmas que penan por las casas en ruinas añorando el consuelo de unos ojos cerrados. Décadas más tarde incluso contarían con un himno: Nighthawks at the dinner fue el lema que Tom Waits eligió para encabezar un disco que hablaba de criaturas como él, de esos náufragos de la noche que buscan asidero en los mostradores saturados de colillas, en pos de una conversación que vuelva menos amargo el sabor del whisky y que convierta la vida en algo más airoso que un perenne intento de fuga. Están ahí, por todas partes, los maniquíes de Hopper y los sosias de Tom Waits junto a otra confusa nación de hombres y mujeres mal vestidos, que se acodan en los after hours o rellenan cartones sobre la mesa del bingo; a veces uno se los cruza cuando regresa a casa después de una sesión de cine o saca a pasear al perro que rasca la puerta del recibidor. Se ven deambulando entre los bancos del parque o atentos al televisor sin sonido que parpadea en lo alto del botellero, mientras la bebida se vuelve jarabe en el fondo del vaso y aguardan a que, igual que el hielo bajo el cristal, los recuerdos, la nostalgia o el tedio acaben por derretirse entre el flujo de alcohol y humo. Nos preguntamos dónde se recogerán, qué sucederá cuando el camarero eche la cortina metálica sobre el escaparate y ya no haya luces de neón que rastrear entre las avenidas. Cuesta creer que cuenten con domicilio propio, que una esposa o un niño les aguarde en un piso donde flota la tibieza acre de los animales dormidos: seguirán errando, arrastrando los pies, en persecución de un local que haya olvidado la hora de cierre.

El Ayuntamiento de Sevilla ha decidido sumarse, a pequeña escala, a una iniciativa que ha ofrecido resultados curiosamente exitosos en otras capitales de Europa y que ya es conocida como Noche en blanco. En Madrid, Ámsterdam, Londres, París, los museos permanecen abiertos toda la noche, como un motel de carretera, y recogen a los amantes del arte a los que el desengaño o la impaciencia enemistó con sus sábanas. En principio, el Museo Arqueológico, el de Costumbres Populares, el de Bellas Artes y algún otro recibirán a quien desee visitarlos hasta las tres de la mañana, con la posibilidad de ampliar horario y fechas si la acogida se muestra satisfactoria. Así que allí nos encontraremos, tú y yo y todos los que desconfían de los somníferos, y seguiremos el rastro de esa pálida fauna de los bares de última hora, de cuantos se resignan a presenciar cómo un trapo húmedo enjuga la suciedad de las barras y no encontraron portal al que regresar a apaciguar la borrachera. Acudiremos no a contemplar las piezas expuestas en las vitrinas, a las que conviene más la luz natural y el bullicio de los domingos, nos resultarán indiferentes los mártires barrocos y las diosas con caries en los muslos: iremos a ver a esos monstruos crepusculares, a los vampiros secretos que extrañan sin querer el forro del ataúd y que, en espera del amanecer, recorrerán las galerías sin fijarse en lo que cuelga de las paredes. Quizá conozcamos a alguien, quizá haya un intercambio de miradas o una conversación se inicie entre titubeos frente a un puente o una torre garrapateados sobre el óleo, y aprenderemos algo, entenderemos quizá que existen recuerdos o sospechas frente a los que el sueño siempre se revela impotente. Y luego abandonaremos el museo con alivio, contentos de no formar parte todavía de las obras en exposición.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_