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Columna
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Galescola

Acaba de empezar el curso escolar y en Galicia algunos infantes menos famosos que la infanta Leonor, pero acaso arrastrando la misma mochila azul, se preparan para acometer en la Galescola el preescolar de sus vidas. Tienen mucha suerte. Yo y todos los niños de mi tiempo no pudimos tener una escolarización en gallego. Estaba prohibido. En la escuela nos formaron en un idioma distinto del que muchos hablábamos en nuestros hogares.

Al cabo de los años pienso que esa sensación de extranjería y desarraigo que sentimos muchos gallegos viene de ahí. Algunos pensarán que el castellano nos sirvió para franquear un imperio más grande, surcar aguas más caudalosas, hacer negocios más prósperos, es indudable, pero creo firmemente que el gallego en la escuela nos hubiera dotado a todos de una autoestima y una seguridad que siempre anhelamos.

Yo mismo he escrito en esta lengua que ahora leen centenares de artículos y algunos libros, y en gallego poco más que unos poemas sueltos que como cohetes de una romería han nacido como un acto de justicia poética hacia los míos y quizás hacia mi propio apellido de tierra rural. No lo lamento. A veces, he pensado que ya en la niñez sentí ese autoodio que los lingüistas y psicólogos han investigado y que constituye una marca acentuada en el paisaje de la cultura y la idiosincrasia gallegas. Por eso, cuando vi la lista de los concellos que disponen de una galescola me sentí feliz y pensé en que esas criaturas iban a crecer en la normalidad de un país y de un paisaje que se articula a través de una lengua y, por mucho que insistan, no a través del bilingüismo. Claro que el bilingüismo es un aliado de la inteligencia y que, además del español, si uno recibe una formación en inglés o francés o alemán o italiano, el mundo se hará un lugar más acogedor para cuando llegue la hora de coger las maletas, pero eso, puede ser siempre un accidente y disfrutar desde la más tierna infancia de las palabras que dan nombre a los árboles y a los peces, a los números y a los astros, en la lengua materna y no sentir vergüenza en pronunciarlas delante de todo el mundo es la constatación de que el propio mundo es un lugar seguro que tiene bellos asideros para andar por él.

Cuando hablo de autoodio me refiero a ese que sentíamos ante la gente de una clase superior cuando todavía existía la lucha de clases o que utilizaba el castellano como una defensa, casi un yelmo, para sentirse superiores a esa lengua que Celso Emilio Ferreiro definió desde el exilio madrileño como proletaria. Proletaria siempre, lengua de zuecos y corredoiras, de vacas, de cerdos y de brujas, sólo enaltecida por el cultivo secreto de un romanticismo que fue trueno antes de que el nacionalismo abrazara la causa de las lenguas sin patria. Precisamente, esa otra deformidad romántica, nacida del feto rosaliano, es también a la postre la expiación de un monstruo, por mucho que los coros y danzas perpetuos del interminable franquismo promovieran como un acto folclórico recordar las campanas de Bastabales.

Parece que por fin ha llegado la normalidad al país, porque ese país no es otro que la infancia y muchos personajes del cuento, que pueden libremente llevar a sus hijos con otra mochila a otro colegio, tratan de ver intolerancia y tiranía. Tiranía la que sufrimos entonces que nos marcó para siempre con una especie de clandestinidad en todos los frentes, tanto es así que cuando vuelvo a Galicia me extraño todavía al ver bandos y otras escrituras de ley escritas en gallego y por supuesto a esas criaturas que se dirigen a uno en gallego con la naturalidad que proporciona la buena crianza y la seguridad de que nadie les reprocha que son de una clase social baja, que están en un laberinto del que nunca saldrán.

Hemos tenido la inmensa suerte, por lo demás, de que el gallego sea una lengua viva sin la respiración artificial que hubo que aplicarle al euskera o al gaélico, y por consiguiente resulta esperanzador que no haya habido ni vaya a haber ningún tipo de defensa armada de un patrimonio que está en el habla de todos los días. Si acaso vuelve el espectro de la normalización, término horrendo, a planear sobre la agenda de unos políticos, o buena parte de ellos, que tienen en estos momentos la ocasión histórica para revertir esa clandestinidad y ese complejo del subdesarrollo y desde la infancia se trate de allanar el camino a unos infantes a los que, por lo demás, sólo les hace falta cambiar el canal de la televisión para que con pasmosa naturalidad asuman que también existen otras lenguas y otros ámbitos que exigen ser aprendidos.

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