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Columna
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Santa Rufina

Es la nuestra una ciudad próvida en santos. Está el patrón, el rey conquistador, que una vez al año es exhibido ante las multitudes en el interior de su estuche de plata y cristal, como un juguete que los niños aún no han sido autorizados a desenvolver. Está San Hermenegildo, mártir de tiempos borrosos, excusa idónea para que los artistas barrocos cubran lienzos de arcángeles, apoteosis, trompetas en forma de embudo y un cráneo abierto en dos por la fiereza de un hacha. En una calle lateral, cerca de una estatua agobiada de flores, está el cuerpo incorrupto de Santa Ángela, destino final de procesiones de ancianas con los rosarios tan sobados que en vez de cuentas constan de guisantes hervidos. Más: entre la penumbra votiva de alguna capilla de la catedral asoman dos jóvenes lánguidas con platos y palmas, flanqueando una maqueta de la Giralda que sólo turbiamente se asemeja al minarete que decora las postales. Una de ellas se hizo popular al convertirse en la patrona del AVE, cuando durante el Jubileo de la Expo 92 el consistorio resolvió otorgar su nombre a la nueva estación que conectaría Sevilla con Madrid y el mundo en menos tiempo del que precisan los suspiros: si alguien es interrogado por el aspecto de Santa Justa sólo podrá describir muros de ladrillo rojo y arbotantes que se ciernen como costillares sobre un techo de hangar. En cuanto a su hermana, la que le sirve de pareja en las procesiones del Corpus y esos retratos desteñidos del fondo de las sacristías, apenas habíamos podido figurárnosla hasta unas semanas atrás. Siempre se la citaba en segundo lugar, siempre debía aparecer a remolque de otro nombre más breve y sonoro que el suyo, ligado a él por la fuerza de una tradición siempre renuente a los divorcios: le tocó el papel de adlátere que en ensombreció a Sancho frente a Don Quijote, a Filemón frente a Mortadelo, al narciso frente al clown. Por fin, gracias a ese cuadro que ahora se ha introducido en casa de hasta el último de los sevillanos gracias a los noticiarios, sabemos que Santa Rufina también existe: es una niña melancólica que mira al espectador en espera de la crueldad de una adolescencia que le arrebatará los juguetes.

Ay, pobre criatura. No sé si eres consciente, en el limbo de amanecer dorado que te envuelve, de que esas muchedumbres que ahora se agolpan en la sala de exposiciones con la intención de presenciar tus rasgos en realidad no acuden convocadas por la ejemplaridad de tu martirio. Nadie sabrá que en connivencia con tu hermana destrozaste a martillazos una efigie de Venus porque hería tu devoción hacia una divinidad que carece de sexo y forma, y que una docena de garfios se hincaron sobre tu carne hasta desgarrarla como una res en el matadero. Distraída, sostienes la palma amarilla en la mano derecha y dos jícaras de loza que tal vez te gustaría ver colmadas de leche o chocolate, mientras los ojos que te visitan te contemplan sin verte, buscan más allá de ti, te usan como pretexto, te hacen medio y no fin. Santa Rufina, sólo sirves de excusa para el malestar en una ciudad que no se gusta a sí misma, que no cuenta con museo propio para el hombre que te pintó, que te ha convertido en motivo involuntario de una cruzada en la que han chocado el patriotismo ciudadano, la Consejería de Cultura y las inversiones privadas. Algunos te tienen por un consuelo modesto pero sobrado: aunque las grandes obras de tu padre viven lejos, en galerías apartadas de esta luz bochornosa del sur, tú nos traes el recuerdo del hijo pródigo que nunca debió marchar, que en la cima de su gloria olvidó la ciudad que por primera vez puso un pincel en sus dedos. Premio de consolación de cifra astronómica, servirás al menos para remover conciencias en algunos despachos y hacer que ciertos mandatarios regresen a un sueño largamente acariciado, tan reiterado como distante: devolver a tu padre la casa que tuvo en Sevilla, recuperar los lienzos que fraguó aquí, trasplantar esas hilanderas y aguadores y vagabundos a la tierra que los alimentó en un principio y por la que han llegado a ser lo que son. Si eres santa de veras, niña de la palma, concédenos ese milagro imposible: en el nombre del padre, en el nombre del arte. Y del turismo.

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