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Los papeles del estrés

Si a los náufragos de los cayucos y pateras que llegan como llegan a las costas Canarias se les practicara una asistencia sanitaria acorde con los tiempos y no los liquidaran en serie con esos primeros auxilios de antiguo frente bélico, descubriríamos que su principal calamidad no es la insolación, la sed, el hambre o las llagas, sino la enfermedad de moda en esa metrópoli utópica que los ha incitado a dejarlo todo y emprender el suicida trayecto atlántico. La principal enfermedad y malaventura de esos sin papeles que se amontonan en nuestras dependencias portuarias es el estrés. Basta echar un vistazo a esas miradas angustiosas que reproducen rutinariamente nuestros diarios y telediarios para descubrir en ellas el estrés letal en estado puro. Nuestras estadísticas sanitarias no lo dicen, pero si el nivel de estrés nacional se pudiera medir, como se mide el nivel del mar en Alicante, y se puede, las costas canarias reflejarían estos días los mayores porcentajes estresados del continente europeo. Y digo "estrés nacional" porque, aunque miremos para otro lado, esa enfermedad nos pertenece y somos responsables de ella mientras los sin papeles africanos estén amontonados en nuestras costas, días o semanas.

Lo que pasa es que el estrés sigue estando considerado por nuestra sanidad como cosa de nativos privilegiados, un trastorno exclusivo de urbanitas con pasaporte UE. El caso es que se hacen estadísticas sanitarias para todo, hasta para las alergias primaverales, divididas por zonas y clases de polen, pero con el estrés se generaliza obscenamente, se sigue considerando una enfermedad individual exclusiva de los ricos y famosos, de tipos muy documentados y con muchos plásticos de identidad y crédito acumulados. Pero lo cierto es que nunca se habla o se mide ese muy concreto estrés de los sin papeles que llegan a nuestras costas. Es más. El maldito estrés, cuando aquí dentro es sujeto de estadística, sólo sirve para medir no el índice de sufrimiento individual (nativos o inmigrantes), sino para medir los índices de desarrollo del país. Sus síntomas letales son los mismos de la hipermodernidad: aceleración ejecutiva y metropolitana, competitividad salvaje, exceso de yo, salarios altos que exigen baja salud, perturbaciones cerebrales derivadas de los trastornos matrimoniales Pero nadie mide ni quiere medir el nivel de estrés de esos morenos sin papeles que están decididos a morir por un trozo de documentación.

Supongo que la ciencia médica, a estas alturas, será capaz de diferenciar entre el estrés de los nativos con papeles y el de los inmigrantes sin papeles. Sería lo mínimo que se le puede exigir a una autodenominada ciencia. Ahora que en este país, y por fin, hemos identificado la enfermedad del siglo y la hemos elevado a categoría de riesgo uno, sería el momento de dejarnos de abstracciones y generalidades, y empezar a distinguir entre los distintos estreses. Es cierto que en última instancia esa grave alteración bioquímica del cerebro sólo conduce a la muerte y que, por tanto, es una dolencia transversal e interclasista. De acuerdo. Pero todavía es muy distinto morir por exceso que por defecto de papeles.

Basta darse una vuelta por la ciudad y mirar directamente a los ojos de la gente con la que te cruzas para averiguar de un vistazo (la mirada estresante es el primer e infalible síntoma de la enfermedad) quién padece el estrés de los sin papeles y quién es portador del estrés por exceso de esos plásticos y bits que garantizan tu yo metropolitano. Peor aún, eres capaz de averiguar inmediatamente quién lleva o no lleva en los bolsillos pastillas de ansiolíticos o Prozac.

Excuso decir si te internas por los suburbios, el territorio del top manta, las callejuelas del trapicheo o los locutorios de los guetos. Allí, en medio de esa marea de miradas estresantes, está inscrito para siempre el drama de los cayucos y pateras que un día naufragaron en las Canarias, su traumática llegada a la metrópoli, las continuas fugas de los municipales de Gallardón y esa obsesión letal por los papeles.

Así están las cosas. La ciencia médica española dice y diagnostica que se trata de un solo estrés, sin distinción de clases, miradas y privilegios sociales, aunque el gran Carlos Saura ya diagnosticó hace la tira que no, que el estrés siempre es tres, por lo menos tres. Pero las estadísticas sanitarias nacionales, cuando las hay, se agarran obscenamente a ese estrés genérico luego de no haberle prestado la más mínima atención, y no saben o no quieren distinguir entre una dolencia típicamente metropolitana propia de los nativos supralegales atiborrados de papeles, y con el colesterol muy alto, y el sufrimiento crónico de esos inmigrantes ilegales que llegan a las costas canarias sólo atraídos por el olor del papel europeo.

Y ésta es la paradoja siniestra. Acabo de revisar los papeles que llevo en el bolsillo de atrás del vaquero cuando salgo de casa y descubro que también yo, perdonen ustedes, soy un sin papeles. Sólo dos plásticos de identidad, el DNI y la Visa Clásica, y luego todo son números o logaritmos escritos con punta Bic en un papelín arrugado. Los códigos de acceso a Internet, mis pasword favoritos que soy incapaz de recordar, un par de localizadores de billetes electrónicos de Iberia y la agenda telefónica memorizada digitalmente en el móvil. El único papel que llevo encima, literalmente hablando, es la receta médica contra mi propio e intransferible estrés de nativo.

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